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Mauricio Rojas

Primero vino la prosperidad, luego el Leviatán

El momento crucial de la asombrosa transformación de Suecia fue la liberalización y apertura revolucionaria de su economía a mediados del siglo XIX.

El momento crucial de la asombrosa transformación de Suecia fue la liberalización y apertura revolucionaria de su economía a mediados del siglo XIX.

El gran Estado benefactor sueco tiene una historia relativamente corta y reciente. Se instaura a partir de los años 60 y sufre su gran crisis a comienzos de los 90. Hasta la década de 1950 Suecia se caracterizaba tanto por la pequeñez comparativa de su Estado como por su bajo nivel tributario. El Estado sueco, medido por la proporción de empleados públicos en el empleo total, era todavía en 1960 menor que el británico o el estadounidense, y su carga tributaria era comparable con la de estos países y estaba por debajo de la de Francia o la de Alemania Federal. Esto es importante recalcarlo, ya que la evolución que llevaría a Suecia a alcanzar unos niveles récord de expansión estatal y tributaria representa una ruptura con una historia caracterizada por lo contrario.

Es interesante notar que, en términos de desarrollo económico comparativo, es justamente en el período anterior a 1960 cuando Suecia exhibe un desempeño extraordinario, mientras que el período que va de 1960 a 1990 –coincidente con la gran expansión estatal– es muy mediocre. Entre 1870 y 1960 Suecia es el país que más crece a escala mundial en términos de PIB per cápita, mientras que entre 1960 y 1990 se ve superado por todos los demás países desarrollados, con excepción de Gran Bretaña y Suiza.

Este desarrollo mediocre se va haciendo cada vez más pronunciado en la medida en que la expansión estatal alcanza sus niveles más extraordinarios. Así, entre 1975 y 1990, cuando el gasto público llega a superar el 60 por ciento del PIB, Suecia muestra el crecimiento económico más lento de todos los países desarrollados. El Leviatán sueco estaba, simplemente, ahogando a la sociedad que le había dado vida y preparando su desmoronamiento a comienzos de los años 90.

Si volvemos la mirada hacia los años del milagro sueco –entre 1870 y 1960– se observa que el notable desempeño de Suecia fue propulsado por un capitalismo pujante y abierto al mundo, es decir, por una economía de libre mercado e industrias de primera clase, basadas en el trabajo y la creatividad de sus obreros, ingenieros y emprendedores, que transformaron un insignificante país nórdico que a mediados del siglo XIX era una economía periférica que exportaba materias primas y alimentos en una verdadera potencia industrial.

El momento crucial de la asombrosa transformación de Suecia fue la liberalización y apertura revolucionaria de su economía a mediados del siglo XIX, conducida por Johan August Gripenstedt, ministro de Finanzas entre 1851 y 1866. Fue entonces cuando definitivamente se rompió con la economía de los privilegios estamentales, las regulaciones estatales abrumadoras, las aduanas internas, el proteccionismo, los impedimentos a la libertad de industria y de comercio así como a la libre circulación de las personas. Sí, la madre de la prosperidad sueca no fue otra que la libertad económica, que potenció el esfuerzo del pueblo y el ingenio y la capacidad emprendedora de sus elites. Ello preparó las condiciones para el espectacular salto industrial en las décadas finales del siglo XIX, cuando la tasa sueca de crecimiento –entre 1870 y 1913– fue la mayor de Europa y los obreros industriales vieron triplicarse su ingreso real. Así, gracias a la fuerza de su capitalismo, un pueblo que había experimentado la última de sus muchas hambrunas en 1868 pudo acceder a un nivel de bienestar nunca antes conocido.

Esto no quiere decir que el Estado no haya sido importante en todo este proceso, muy por el contrario. El Estado sueco desempeñó en verdad un rol decisivo, pero no fue el de engullirse una tajada creciente del ingreso nacional ni el dárselas de empresario ni el de crear un sistema de prebendas y privilegios. El Estado sueco hizo lo que todo Estado que ayuda a generar progreso debe hacer, es decir, crear instituciones que fomenten la libertad individual y protejan la propiedad privada, que exijan el cumplimiento de los contratos y mantengan el Estado de Derecho. También puso su mano allí donde las manos privadas no alcanzaban, como en la construcción de ferrocarriles o en la creación de las llamadas escuelas del pueblo, a partir de 1842, que a fines del siglo XIX daban escolaridad a prácticamente todos los niños del país. Esto fomentó la igualdad de oportunidades, lo que reforzó el impacto positivo de la distribución igualitaria de la tierra que caracterizaba ya de antes a la agricultura local. Fue un Estado subsidiario y solidario, creó instituciones sólidas, hizo aportes económicos estratégicos pero limitados y allanó el camino de la igualdad de oportunidades. Fue, en pocas palabras, un Estado ejemplar y, además, cada vez más democrático.

Esta fue la base económica que daría a la socialdemocracia los recursos necesarios para la realización de sus programas de reformas sociales. Es por ello que quienes predican la adopción del modelo sueco, es decir, la construcción de un gran Estado benefactor, en países sin un desarrollo comparable no hacen sino proponer una quimera.

Sin un capitalismo de primera línea no puede existir ni bienestar ni Estado del Bienestar, esta es la lección más fundamental del desarrollo moderno de Suecia. La otra lección de importancia es que si se quiere lograr y luego mantener ese desarrollo es mejor cuidarse del gran Estado. Lo ocurrido en Suecia a partir de 1960 es una clara advertencia acerca de los peligros de una expansión estatal que termina destruyendo las bases mismas del progreso.

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