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Max Boot

Pakistán, incubadora del mal

Durante demasiado tiempo Norteamérica ha tendido a apartar la vista del problema o a fingir que Pakistán en realidad es nuestro amigo.

Durante demasiado tiempo Norteamérica ha tendido a apartar la vista del problema o a fingir que Pakistán en realidad es nuestro amigo.

Por desgracia, últimamente los atentados yihadistas no son algo raro. De hecho, ocurren a diario. Así que hace falta una especial depravación para poder destacar e imponerse a la pérdida de sensibilidad causada por la reiteración de atrocidades. Los talibanes paquistaníes acaban de conseguirlo al enviar a sus pistoleros a una escuela para hijos del personal militar del país, con el resultado de una batalla de ocho horas que, al parecer, ha causado 141 muertos, la mayoría de los cuales son niños. Semejante atrocidad tiene pocos paralelos, aparte de la masacre de la escuela de Beslán en 2004, en la que separatistas chechenos atacaron un colegio ruso y causaron la muerte de 385 rehenes, incluidos 186 niños.

Por supuesto, no resulta sorprendente que en ambos casos los autores de tan espantosos atentados estuvieran matando en nombre del islam. Y no porque el islam sea la única religión que propicie semejante maldad. Recordemos que, en el siglo XVII, en nombre del cristianismo se llevaban a cabo de forma rutinaria masacres igual de viles en Alemania, durante la Guerra de los Treinta Años. Más recientemente, extremistas ortodoxos serbios asesinaron a musulmanes bosnios de forma análoga durante las guerras de secesión yugoeslavas a comienzos de los años 90. Y, por supuesto, el conflicto más costoso de la época actual, la guerra civil del Congo, no tiene nada que ver con el islam; más bien está relacionado con rivalidades tribales.

Pero no hay duda de que el islamismo (no el islam per se, sino su variante extremista, practicada por grupos como los talibanes y el Estado Islámico) se ha convertido en la actualidad en la más importante filosofía que incita al terrorismo, y Pakistán se ha establecido como uno de los centros de este violento credo. Los líderes paquistaníes no pueden culpar de ello más que a sí mismos: han promovido el islamismo violento como política estatal desde comienzos de los años 80, cuando el presidente Zia ul Haq apoyaba a los elementos más radicales de los muyahidines afganos.

Más recientemente, la Agencia de Inteligencia Interservicios paquistaní (ISI, por sus siglas en inglés) ha emergido como uno de los dos principales promotores estatales del terrorismo a nivel mundial (el otro es la Fuerza Quds iraní). La agencia es directamente responsable de una larga serie de atrocidades cometidas en Afganistán y la India por peones de suyos, como la Red Haqani y Lashkar e Taiba. En resumen, el Estado paquistaní tiene las manos manchadas de muchísima sangre; no sólo sangre india y afgana, sino norteamericana: muchos estadounidenses han muerto en atentados cometidos en Afganistán y promovidos por Pakistán. Y no sólo en Afganistán: además hay buenas razones para creer que la ISI brindó conscientemente refugio en el país a Osama ben Laden tras la precipitada huida de éste de territorio afgano.

Por desgracia para Pakistán, no puede controlar dónde van a atacar los extremistas. Se cumple el viejo dicho de "cría cuervos y te sacarán los ojos". El caso paquistaní demuestra cuán cierto es, y ahora se los han sacado con especial saña unos monstruos que, de forma deliberada, fueron a asesinar niños. Es cierto que estos monstruos en particular pertenecen a los Talibanes Paquistaníes (TTP), que no es exactamente el mismo grupo que el de los talibanes afganos. Pero, en la práctica, ambos comparten ideología, entre otras cosas. Por ejemplo, los dos reconocen al mulá Omar como a su líder espiritual.

Antes o después el Ejército paquistaní tendrá que darse cuenta de que no puede combatir a ciertos radicales islamistas al tiempo que hace causa común con otros. Mi temor es que, tras décadas de cooperación con esos fanáticos, el propio Ejército simpatice tanto con su ideología extremista que algunos elementos significativos dentro de él básicamente se hayan pasado al enemigo. Aparte de una bomba atómica iraní, resulta difícil imaginarse un escenario más aterrador en el mundo actual que uno en el que esos extremistas paquistaníes de uniforme tuvieran acceso al arsenal nuclear de su país.

Durante demasiado tiempo Norteamérica ha tendido a apartar la vista del problema o a fingir que Pakistán en realidad es nuestro amigo. No sé cuál es la solución para esta tremenda amenaza, pero como mínimo debemos dejar de engañarnos a nosotros mismos y reconocer que Pakistán es lo que es: una incubadora del mal.

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