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Mikel Buesa

Rajoy en el ecuador de la legislatura

El proyecto secesionista avanza inexorablemente sin que Rajoy haya movido ficha, seguramente porque espera que, de un modo u otro, acabe desinflándose.

El proyecto secesionista avanza inexorablemente sin que Rajoy haya movido ficha, seguramente porque espera que, de un modo u otro, acabe desinflándose.

Se cumplen dos años de la primera legislatura de Rajoy en la presidencia del Gobierno y es, por ello, un buen momento para establecer el balance de sus logros, deficiencias y fracasos. Empecemos por los primeros. Se refieren éstos, sin duda, al terreno de la economía. Rajoy heredó una situación catastrófica, fruto de la tardanza con la que su predecesor decidió afrontar la crisis económica, más por la presión externa que venía de la Unión Europea que de sus propias ideas acerca del asunto. El legado recibido no podía ser peor: la economía se adentraba por una senda de destrucción masiva de empleo, de acumulación de déficits en la financiación de las Administraciones Públicas y de grave riesgo de un crac bancario, derivado tanto del estallido de la burbuja inmobiliaria como de la ausencia de liquidez en los mercados crediticios internacionales.

La política económica de Rajoy durante estos dos años, arbitrada con una cierta falta de armonía entre los ministerios de Economía y Hacienda, se ha sustentado sobre una consolidación fiscal del sector público, paulatina y aún insuficiente, basada en la restricción de los gastos y en un aumento generalizado de los tipos impositivos de las principales figuras tributarias; sobre la apelación a los mecanismos de rescate europeos con objeto de asegurar la solvencia bancaria mientras se reconstruía la arquitectura del sector crediticio, principalmente en la parte formada por las cajas de ahorro; sobre una reforma del mercado de trabajo, acertada en lo que atañe a la flexibilidad interna de las empresas y a la reducción de los costes del despido, pero muy corta en lo que respecta a la dualidad entre los trabajadores fijos y los temporales; y sobre otras reformas institucionales centradas en la unidad del mercado, los órganos de regulación, el funcionamiento de las universidades y otros aspectos de menos enjundia.

Que esa política ha dado un fruto positivo es indudable, pues se ha salvado el riesgo de quiebra tanto en las Administraciones Públicas como en el sector financiero, la economía ha llegado al límite inferior del ciclo y ha vuelto a crecer a tasas trimestrales positivas –aunque, de momento, demasiado cercanas a cero–, el empleo parece haber flexionado en cuanto a su destrucción y, de una manera clara, se ha recuperado la competitividad perdida durante la etapa expansiva anterior a la crisis, dándose así lugar a una sustancial mejora del sector exterior.

Sin embargo, este balance general favorable no oculta algunas deficiencias severas que se vislumbran en el curso de los acontecimientos y que pueden derivar en hipotecas futuras. A mi modo de ver, son cuatro las principales. La primera alude a la desactivación de la Ley de Estabilidad Presupuestaria que se ha propiciado desde el Ministerio de Hacienda por el simple procedimiento de no utilizar sus mecanismos de control y sanción en el caso de las comunidades autónomas, los ayuntamientos y las universidades en que se han registrado situaciones de déficit excesivo. Sin duda, los acontecimientos de Cataluña, con un proyecto secesionista ya situado sobre la arena política, han influido sobre esta decisión del Gobierno Rajoy.

La segunda se refiere a la parsimonia con la que se está abordando la reforma de las Administraciones Públicas. Una reforma que se centra en dar retoques al aparato del Estado, mientras se deja inalterado el diseño burocrático de las comunidades autónomas –la verdadera piedra de toque en este tema, pues es en ellas donde se concentran las disfuncionalidades, excesos y derroches del sector público– y se programa una modificación de los ayuntamientos sin alterar su número y, por tanto, sin tocar los fundamentos del poder local.

La tercera concierne al sistema autonómico de financiación, cuya reforma se ha aplazado sine die, dejando sin respuesta las graves desigualdades que se derivan de su actual funcionamiento. Sin duda, Rajoy no ha sido capaz de abrir este melón porque no quiere enfrentarse a los poderes regionales que, dentro y fuera de su partido, se reparten la geografía española. Y la cuarta, que se relaciona con la anterior, apunta a la demora en la reforma de un sistema fiscal cuyas deficiencias redundan en un bajo poder recaudatorio, a la vez que en unos claros efectos desincentivadores de la actividad económica.

Más allá de la economía, en el terreno político la legislatura ha ido dando algunos frutos que conviene reseñar. Por una parte, en materia antiterrorista, la continuidad de las labores policiales ha permitido constreñir el núcleo de los militantes activos de ETA, ha impedido la extensión de los núcleos yihadistas, ha frenado la actividad de Resistencia Gallega y ha desactivado el incipiente terrorismo anarquista. Sin embargo, esa misma política no ha sido capaz de arbitrar una respuesta suficiente a la expansión del poder del entorno civil de ETA, ni de atacar la fortaleza de ésta en el medio carcelario. Ambos aspectos son retos cuyo abordaje no debe esperar más si no se quiere que acaben entrando tumultuosamente en la agenda política.

Por otro lado, Rajoy, en este caso de la mano del ministro Wert, se ha apuntado un indudable avance en materia educativa con una reforma que, teniendo algunos desperfectos, aborda el núcleo básico de las deficiencias de un sistema escolar cuyos resultados formativos sitúan a España en nivel bajo, dentro de los países de la OCDE, y en el que se dan cifras intolerables de fracaso escolar. Y, acompañado del ministro Gallardón, ha pacificado, al parecer, el espinoso asunto del gobierno de los jueces, aunque a costa de renunciar a su programa electoral, donde se propiciaba la despolitización del nombramiento de los miembros del Consejo General del Poder Judicial.

Pero también en el terreno político se proyectan algunas sombras sobre la acción del Gobierno que preside Rajoy. En mi opinión, hay dos temas de indudable importancia a este respecto. Uno se refiere a Cataluña, donde el proyecto secesionista avanza inexorablemente sin que, por el momento, Rajoy haya movido ficha, seguramente porque espera que, de un modo u otro, acabe desinflándose. Tal vez llegue a ser así, pero nada lo garantiza. Y es por este motivo por el que se echa en falta un discurso más claro del presidente del Gobierno, así como su implicación en la lucha ideológica contra el nacionalismo catalán. Rajoy podría seguir en esto el ejemplo del Gobierno británico, mucho más activo en esta materia con ocasión del futuro referéndum independentista de Escocia. Y el otro alude a la cuestión de la desafección ciudadana con respecto al sistema político; una desafección que se muestra de manera alarmante en las encuestas de opinión, en la pérdida de apoyo de los partidos políticos y en una desconfianza mayoritaria con respecto a sus líderes. Este problema puede no parecer urgente puesto que, en lo inmediato, no se van a producir eventos electorales. Pero es un problema de fondo para la sociedad española que debiera abordarse con prontitud, pues se corre el riesgo de que derive en una severa crisis del sistema político mismo y de su raíz democrática. Ahí tiene tarea Rajoy para la segunda mitad de la legislatura.

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