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Oriol Trillas

De Bertone a Bergoglio

¿Cómo podía ser que un purpurado, rápidamente desechado en el anterior cónclave, ganase la votación, la cual fue, además, inusitadamente rápida?

¿Cómo podía ser que un purpurado, rápidamente desechado en el anterior cónclave, ganase la votación, la cual fue, además, inusitadamente rápida?
Bertone, con el papa Francisco | Cordon Press

Cuando el cardenal protodiácono Jean-Louis Tauran salió a la logia de la basílica de San Pedro y proclamó el "habemus Papam" con el nombre de Bergoglio, la sorpresa fue mayúscula. Se acababa de elegir a un cardenal que había presentado la renuncia por edad, que no se hallaba en ninguna de las quinielas y que había sido el candidato contrario a la elección de Ratzinger ocho años antes. ¿Cómo podía ser que un purpurado rápidamente desechado en el anterior cónclave ganase la votación, la cual fue, además, inusitadamente rápida? ¿Qué había pasado por la cabeza de los cardenales electores? Cierto es que en 2005 se presentó su candidatura, auspiciada por aquellos que llevaban años postulando el nombre del cardenal Martini. El anterior arzobispo de Milán era el favorito del sector progresista, pero el párkinson le había obligado a renunciar a la cátedra de San Ambrosio y pensaron en un Martini bis. Otro jesuita, más o menos progresista y con un óptimo estado de salud. No había otro que Bergoglio. Pero el cardenal argentino no pasó las primeras votaciones y aquello quedó en una simple anécdota. En 2013 ya había presentado su renuncia por edad y se hallaba en las puertas de la jubilación.

Sin embargo, tenemos que ponernos en antecedentes después del terremoto provocado por la renuncia de Benedicto XVI. Tenían por delante un cónclave sin honras fúnebres. Desde el 11 de febrero en que se produce la noticia bomba hasta el 12 de marzo en que se inician las votaciones, los cardenales tienen más de un mes de reuniones preparatorias. El papa alemán acaba de tirar la toalla, en un gesto inaudito en los últimos siglos, y existe una sensación desoladora en el cardenalato, que urge a buscar un candidato no ratzingeriano. Si es que aún existen ratzingerianos, dadas las traiciones y humillaciones que había soportado el pontífice que acaba de renunciar. El ala progresista empieza a moverse y resucita el llamado Grupo de San Galo –también conocido como Mafia de San Galo–. Este grupo lo lideran los cardenales Daneels, Kasper y Hummes y no es casualidad que los tres aparezcan al lado del nuevo papa cuando se asoma a la balconada de la basílica romana. Pero ese grupo no es suficientemente poderoso. Habrá necesitado nuevos anclajes. Entre ellos se hallan los cardenales diplomáticos, que han usado a un español, el turolense Santos Abril Castelló, antiguo nuncio en Argentina y buen amigo de Bergoglio y los representantes latinoamericanos, sabiamente conducidos por el hondureño Maradiaga. Pero tampoco sumaban un número suficiente. Hasta que apareció Bertone.

Tarsicio Bertone había sido el número dos de Ratzinger en la Congregación para la Doctrina de la Fe y después promocionado a la archidiócesis de Génova y creado cardenal por Juan Pablo II. Benedicto XVI lo designó secretario de Estado –el verdadero número dos de El Vaticano– al poco de alcanzar la cátedra de Pedro. Su designación causó notable revuelo. La secretaría de estado se hallaba tradicionalmente reservada a los curiales diplomáticos –quizás con la única excepción en los últimos años del cardenal Villot, con Pablo VI– y el corporativismo de dicho cuerpo no veía con buenos ojos que le hurtasen aquel centro de poder, que venía detentando desde tiempo inmemorial. Tan reservada estaba la Secretaría de Estado a los diplomáticos vaticanos que Pío XII –exnuncio también–, tras el fallecimiento del cardenal Maglione, estuvo catorce años reteniendo el cargo en su persona, con la sola ayuda del Sustituto, que era monseñor Montini, futuro Pablo VI.

Bertone tenía muchos enemigos en la Curia y tampoco se distinguió por una eficaz ayuda a Benedicto XVI. Muchos de los problemas que llevaron a éste a la renuncia traían causa de la indolencia del salesiano. Pero desde hacía años era su hombre de confianza y podía ser la palanca que facilitase la elección de Bergoglio. Y el que iba a ser el ungüento que ablandase reticencias era el cardenal McCarrick, Uncle Ted, poderosísimo exarzobispo de Washington y prelado muy bien conectado en el ámbito diplomático y económico.

Y salió Bergoglio. Muchos no entendieron esa extraña amalgama de cardenales progresistas, ratzingerianos y diplomáticos, todos ellos enfrentados entre sí y extrañamente hermanados en un cónclave con un desenlace tan extraño. Hasta que apareció la carta de Viganó.

En esa carta el cardenal Bertone aparece como uno de los principales encubridores de McCarrick y máximo valedor de la llamada Mafia Lavanda. Transcribo únicamente un párrafo de la carta referido al anterior secretario de Estado:

Al cardenal Tarsicio Bertone, como Secretario de Estado, se le remitió el informe del nuncio Sambi con todos los documentos adjuntos y, presumiblemente, el Sustituto le entregó mis dos notas anteriormente citadas, la del 6 de diciembre de 2006 y la del 25 de mayo de 2008. Como ya he apuntado, el cardenal no tenía inconveniente en presentar, de manera insistente, a candidatos manifiestamente homosexuales activos para el episcopado –cito sólo el conocido caso de Vincenzo di Mauro, nombrado arzobispo-obispo de Vigevano, destituido porque abusaba de sus seminaristas–, como tampoco en filtrar y manipular la información que hacía llegar al Papa Benedicto.

Bertone, McCarrick, Daneels, Maradiaga. Todos los muñidores de la elección de Francisco con alguna polémica homosexual a sus espaldas. Demasiadas deudas entre ellos, demasiados silencios cómplices, la omertá a la que se refiere reiteradamente Viganó en su polémica carta.

Por último, debo hacer un epílogo sobre Bertone relacionado con nuestra esfera local. En septiembre de 2012, pocos días después del primer órdago independentista de Artur Mas, La Vanguardia concede al entonces secretario de Estado el Premio Conde de Barcelona. La ceremonia de entrega se efectuó con toda la pompa y circunstancia en el monasterio de Pedralbes, bajo la presidencia del rey Juan Carlos I. Según argumentaba la nota del jurado el premio, se le concedía por "su templanza, prudencia y espíritu de apertura en afinada sintonía con el Papa". Ese galardón llevaba tiempo madurándose gracias a la labor machacona de Enric Juliana. Bertone había sido la verdadera puntilla que había terminado con la época de Jiménez Losantos en la COPE. Junto a Cañizares y Martínez Sistach. No había otro motivo en la distinción. El Vaticano se hallaba en pleno escándalo Vatileaks, que señalaba especialmente a Bertone, y no era momento en que destacase por su templanza, prudencia y sintonía con el Papa. Se le premiaba por haber finiquitado aquella COPE beligerante. Nada es casual. Como tampoco es casual que, antes de entregar la cabeza de Losantos, Bertone visitase Madrid y se entrevistase con Zapatero y Fernández de la Vega y después se fuese a dormir al monasterio de Montserrat.

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