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Pablo Molina

Evocaciones

Los escasísimos liberales que defendieron a contracorriente las ideas que hacen a las sociedades más libres, en cambio, ni reciben el aplauso que merecen en vida ni el reconocimiento público que se les debe en la muerte.

Los obituarios periodísticos suelen ser generosos en la glosa del finado, pero con Galbraith se han pasado de frenada tanto como cicateros han sido con Jean François Revel. Caracterizar al canadiense como economista liberal, para a continuación destacar su "rechazo a la sociedad de consumo" o su "defensa de la intervención del Estado en la economía", es simplemente un chiste malo que uno acepta porque va incluido en el precio del periódico. En la escala de la libertad, Revel le superó en años luz, aunque sus epígonos postreros intenten hacer ver lo contrario. Desde Juan Pablo II, nadie como el escritor francés ha merecido tanto un especial de Libertad Digital.

El servilismo de los medios de comunicación con los iconos de la izquierda cuando estiran la pata es proverbial. Todos eran grandes defensores de la libertad, con una vida dedicada a luchar por la democracia, aunque jamás hubieran hecho el menor amago de sacudirse el pelo de la dehesa estalinista. Los escasísimos liberales que defendieron a contracorriente las ideas que hacen a las sociedades más libres, en cambio, ni reciben el aplauso que merecen en vida ni el reconocimiento público que se les debe en la muerte.

Yo también me acuerdo de cuando Revel vino a Murcia a recibir un modesto homenaje, con un salón de actos bastante desangelado, ocupado en su mayor parte por ¡estudiantes de francés! Como también recuerdo que varios meses después ocupó ese mismo estrado Ignacio Ramonet, que todavía sigue revolviendo los cascotes del Muro de Berlín en busca de una idea, y a la salida se daba un baño de multitudes, con los jefazos de las instituciones escoltándolo sonriendo de oreja a oreja, mientras el tipo, embozado en un chaquetón de cuero a lo Bertold Brecht, dedicaba una mueca de asco a los burgueses palanganeros que lo agasajaban. Exactamente lo que merecían.

En esos años, los jóvenes liberales de Murcia no necesitábamos un taxi para desplazarnos porque cabíamos en un ciclomotor biplaza. La primera vez que solicitamos un rinconcito en cualquier salón palaciego destinado a la cultura para organizar un ciclo de conferencias sobre liberalismo, el jerarca del asunto nos felicitó por la idea y nos sugirió que incluyéramos en el programa una charla sobre Rosa Luxemburgo. Sobrevivimos sin darnos a la bebida y hoy, varios años después, los liberales murcianos cabemos en un taxi, pero bastante apretados.

Ser liberal no es tener vocación ni de héroe ni de mártir. Tampoco de rebelde a la violeta, dispuesto a cambiar el mundo a golpe de revolución, como la secta progre (que siempre pone su bolsillo previamente a salvo, pero esa es otra cuestión). Se trata de cultivar y defender las ideas que la Historia ha demostrado ser las únicas válidas para garantizar el progreso, la libertad y el bienestar de los ciudadanos.

Un liberal no renuncia a sus ideas simplemente porque tenga la seguridad de que jamás van a triunfar. No hay estrategia mejor para que un día acaben imponiéndose.

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