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Pablo Molina

¿Y de Franco, qué?

No se habló de Franco, señores. Ni una puñetera palabra, a pesar de que Sánchez e Iglesias llevan meses dándonos la tabarra con la profanación inminente de su tumba como un acto de extraordinaria urgencia y primerísima necesidad.

No se habló de Franco, señores. Ni una puñetera palabra, a pesar de que Sánchez e Iglesias llevan meses dándonos la tabarra con la profanación inminente de su tumba como un acto de extraordinaria urgencia y primerísima necesidad.
EFE

El segundo debate electoral entre los cuatro principales candidatos, organizado esta vez por A3 Media, partía con dos inconvenientes iniciales muy serios: el escaso tiempo transcurrido desde el primer debate y Ana Pastor. Alguien debería decir a la periodista estrella de La Sexta, tal vez el jefe de los informativos de esa cadena, que moderar un debate electoral no es como interrogar a los entrevistados en su programa. Al contrario, ahí hay que dejarlos hablar. También al representante del PP, que fue el que sufrió casi en exclusiva sus constantes interrupciones.

El formato del debate de Antena 3 era, en apariencia, más versátil que el que RTVE había empleado el día anterior. En lugar de aplicar tiempos tasados para bloques temáticos, como hizo la televisión pública, anoche eran los moderadores los que introducían los temas del debate formulando preguntas directas a cada candidato –muy bien ahí Vicente Vallés, una vez más– y dando turnos de palabra para que se atacaran entre ellos. Paradójicamente, el resultado fue mucho peor. Todos se pisaban la palabra tratando de colar alguna frase antes de que los interrumpiera Albert Rivera, que anoche estuvo menos presidencial y más pesado que en el debate de TVE.

Sánchez demostró un día después que sigue sin saber nada; ni siquiera lo que hace su Gobierno, que ya hay que esforzarse porque, siendo el presidente del Consejo de Ministros, algún datillo se le podría quedar fijado. Pues ni uno. Sus referencias al explicar los tremendos éxitos de su corto mandato las leía en un folio que hasta levantaba del atril, para que no quedara ninguna duda de que estaba recitando. Y cuando no leía, mentía. Pero este hombre lo hace con tanta desenvoltura, con tanta naturalidad, con un je ne sais quoi que te obliga a levantarte del sofá y hacerle la ola. Solo él puede decir ante millones de españoles que no ha pactado con Torra sin caer fulminado al suelo por un síncope y continuar debatiendo sobre el precio del alquiler de la vivienda con absoluta naturalidad.

Pero aquí el problema, digámoslo ya, es de lo que no se habló. No se habló de Franco, señores. Ni una puñetera palabra, a pesar de que Sánchez e Iglesias llevan meses dándonos la tabarra con la profanación inminente de su tumba como un acto de extraordinaria urgencia y primerísima necesidad. El tema que ha ocupado al Gobierno y a sus socios durante casi un año fue hábilmente escamoteado, al objeto de que los votantes no sepamos qué piensa hacer Sánchez con un asunto tan trascendental. Si hubiera dicho algo al respecto, al menos ya sabríamos que hará lo contrario si se mantiene en el poder después del próximo domingo. Pero con Sánchez no hay manera de obtener una certeza. Solo que, si gana las elecciones, lo vamos a flipar.

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