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Pablo Planas

Colau y la destrucción de Barcelona

Colau amenaza con llevar a los tribunales a quien le impute la más mínima responsabilidad en la galopante degradación de una ciudad que un día fue hermosa, segura e incluso acogedora.

Colau amenaza con llevar a los tribunales a quien le impute la más mínima responsabilidad en la galopante degradación de una ciudad que un día fue hermosa, segura e incluso acogedora.
La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, habla ante el monumento de los republicanos en Mauthausen en los actos de homenaje a las víctimas de los campos de concentración y exterminio nazis | EFE

Destruir una ciudad no es tarea fácil, salvo en caso de guerras, invasiones, catástrofes naturales o por la acción de desalmados como Nerón. El incendio de Roma del verano del año 64 destruyó cuatro de los catorce distritos que según los historiadores tenía la capital del imperio romano. El emperador acusó a los cristianos y aprovechó el solar para construir su gran palacio, la Domus Aurea, que solo ocupaba 50 hectáreas. Quince años después, la erupción del Vesubio engulló Pompeya. Innumerables también son las ciudades devastadas por las guerras y vueltas a construir por sus habitantes o por sus conquistadores. La invasión rusa de Ucrania, que es el último episodio de una barbarie interminable, demuestra precisamente que destruir una ciudad no es coser y cantar.

Por esas razones y otras hay que poner en valor que doña Ada Colau haya decidido presentarse a una segunda reelección como alcaldesa de Barcelona, ciudad que lleva siete años, los de su mandato, convertida en el escenario de un experimento sociológico de profundo calado. La capital de Cataluña y segunda ciudad de España es la zona cero de la nueva izquierda, el lugar donde se prueban políticas como la tolerancia ante la ocupación ilegal de viviendas ajenas, habitadas o no; la persecución de los vehículos privados a motor en favor del tráfico descontrolado de patinetes y bicicletas; la inseguridad como aliciente turístico o la suciedad como forma de señalización, porque no es posible moverse por las calles a pie sin tener que llevar a cabo una suerte de slalom para esquivar las deposiciones de los perros, cuyos dueños los pasean sueltos y sin bozal.

Esto tiene unos costes enormes, empezando por la fuga de inversiones, y no se consigue de la noche a la mañana. Hay que desmoralizar y privar de medios a la policía municipal, cancelar proyectos de mejora y limpieza de la ciudad, expulsar a quienes pretenden construir museos y atraer el tipo de turismo que se distingue por la afición al botellón y a dar voces a las cuatro de la mañana con los pantalones bajados.

Colau, en su infinita modestia, niega haber conseguido todos esos hitos y amenaza con llevar a los tribunales a quien le impute la más mínima responsabilidad en la galopante degradación de una ciudad que un día fue hermosa, segura e incluso acogedora. Sin embargo, hay que reconocerle el valor, aunque sea en un artículo de opinión, género difícil de replicar salvo que atente contra el honor, la dignidad o el respeto que merecen todas las personas, incluso las que arrollan a otras con una bicicleta y luego se dan a la fuga.

La cuestión es que Colau se presenta para un tercer mandato y la enfermiza burguesía local tiembla ante el riesgo de que Barcelona no resista otros cuatro años de gobierno de los comunes con el apoyo bovino de socialistas y republicanos, que es a lo parece abocada la ciudad. Pero hay una parte de esa burguesía que ha decidido apoyar a Colau porque entiende que sólo sobre un páramo se puede construir algo nuevo, de modo que necesitan que la alcaldesa complete un ciclo de cuatro años más con la vara de mando del mismo modo que los constructores de antes requerían de sociedades como Demoliciones Trillas para el trabajo sucio.

Sí, Colau niega cualquier responsabilidad, pero eso se debe a su natural humilde y cordial. Tampoco va a reconocer que la degradación condal es fruto de un plan premeditado. Y puede que tal plan no exista, lo cual aún tiene más mérito.

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