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Pablo Planas

Hacer el amor en Cataluña

Tienen tanto amor los catalanistas que muchos ya están pensando en volver a hacer el amor en la calle. Amor, sí, del bueno, del que la mató porque era suya.

Tienen tanto amor los catalanistas que muchos ya están pensando en volver a hacer el amor en la calle. Amor, sí, del bueno, del que la mató porque era suya.
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Existe la creencia generalizada de que no hay violencia en Cataluña, de modo que al proceso separatista se le llama "la revolución de las sonrisas", nadie ha tirado jamás un papel al suelo en las manifestaciones republicanas y el preso Oriol Junqueras es un campeón del pacifismo que adorna sus cartas con pasajes bíblicos y proclamas tales como que el junquerismo es amor.

Sí, amor del que ha recibido Josep Ramon Bosch, el primer presidente de Sociedad Civil Catalana, que se tuvo que acostumbrar a las pintadas en su casa, a que llamaran "hija de puta fascista" a su hija mayor en las fiestas del pueblo y a ser sometido a seguimientos por parte de los Mossos. La misma clase de amor que reciben las familias que piden clases en español para sus hijos, que consiste en el señalamiento, el insulto y el acoso por poner en riesgo el venerado engendro de la escola catalana.

Amor como el que demuestran las pintadas en la tienda de los padres de Albert Rivera o los martillazos (también con pintadas) en la cristalera de un periódico digital no nacionalista. Tanto amor como el que reciben los políticos del PP, los muertos civiles más muertos de toda Cataluña. Un amor como el de Pilar Rahola, que de milagro no le dio un bofetón al exdiputado popular Sergio Santamaría en un plató de esa tele del amor que es TV3% . Porque se puso en medio la presentadora, que lucía una camiseta con la cara de Puigdemont, otro amoroso.

Mucho más que amor, que decía la canción. Amor como el de los exterroristas Carles Sastre y Frederic Bentanachs, que van por ahí dando vivas a una banda armada y montando huelgas de país de la mano de Joan Tardà y Gabriel Rufián. Amor hasta decir basta, razón por la que algunos jueces han pedido el traslado, el tipo de amor que sintieron los guardias civiles asediados en la Consejería de Economía o el que mostraban quienes se manifestaban a las puertas de las casas cuartel y las pensiones de los policías.

Un amor ciego que no ve a las víctimas porque las víctimas no existen. Son muertos en vida, escoria, purria, minoría, salvo cuando conviene presentarlos como colonos, opresores, secuaces de la represión y peligrosos españolistas. El amor, en fin, de las tietas pasivo-agresivas de los Comités de Defensa de la República, de los jóvenes de la mano que se lían a martillazos contra una cristalera, el mismo amor que el de los encapuchados que asaltaron un autobús turístico a punta de cuchillo, el amor que corta carreteras, el amor que patea a dos mujeres que visten camisetas de la selección española, el amor que nadie condena, el amor amarillo.

Tienen tanto amor los catalanistas que muchos de ellos ya están pensando en volver a hacer el amor en la calle, vuelva Puigdemont o no. Amor, sí, del bueno, del que la mató porque era suya.

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