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Pablo Planas

Una reforma para destripar España

Ni aun en el improbable caso de que destripar España colmara los anhelos catalanistas debería tenerse demasiado en cuenta la propuesta en cuestión.

Ni aun en el improbable caso de que destripar España colmara los anhelos catalanistas debería tenerse demasiado en cuenta la propuesta en cuestión.

Entre los mitos del nacionalismo brilla con luz propia el del "encaje" de Cataluña en España, cuestión más propia de las disciplinas de la tectónica que de los vuelos gallináceos que caracterizan las relaciones entre los políticos nacionalistas catalanes y los políticos del resto de España. Como quiera que no hay falla alguna entre Cataluña y Aragón, ese encaje es el santo grial de la politología, la asignatura pendiente, el elefante en la habitación, el tema. Como la propiedad semántica no está entre las virtudes del sempiterno debate, se habla de encaje cuando en realidad se quiere decir desencaje, que es la incomodidad que manifiestan los nacionalistas en relación a su relación particular e intransferible con España. Por ejemplo, lo de Mas y su huelga de palmas en la proclamación de Felipe VI.

Virtual o teórico, tal desencaje es la causa del "proceso", reducción y esferificación de tres décadas de manipulación, mentira y adoctrinamiento en vena del nacionalismo, que ha pasado de considerarse imprescindible para el buen gobierno de España a pretender que España es África y Cataluña, Europa. No es precisamente eso lo que prevén los tratados internacionales en caso de secesión, pero no hubiera hecho falta que el ministro de Exteriores, José Manuel García Margallo, internacionalizara el "proceso", también llamado "conflicto". Para demostrar que Cataluña es España bastaba con la historia, la geografía y en primer término la geología a partir del Periodo Cuaternario. Eso al menos y hasta que los historiadores catalanistas tengan a bien descubrir que Adán y Eva eran catalanes. Ya con Moisés están cerca de documentar el antepasado remoto de Artur Mas.

La gran apuesta para superar el desencaje y restaurar el buen entendimiento pasa por remover y emborronar la Carta Magna para dar satisfacción a las demandas nacionalistas, a ver si así, cediendo en todo, se atemperan los ánimos de Carme Forcadell, Oriol Junqueras y la familia Pujol. Como es sabido, ya le han ido con el cuento al rey saliente, al entrante y al todo Madrid, lo que ha provocado que Rajoy sondee entre sus barones si conviene trocear la soberanía nacional, apuntalar los desequilibrios fiscales, consagrar la proscripción del español en Cataluña y cuatro detalles más sin importancia. La oferta del empresariado y el duranato catalán también cuenta con patrocinadores en el PSOE, siempre presto a sucumbir a los complejos de la izquierda más trasnochada. En el PP también hay voces partidarias de ofrecer una "salida digna" a Mas, puesto que una reforma constitucional de esas caracerísticas, que supondría al cabo la voladura controlada de la Nación, se vende como si fuera una nonada, lo mínimo para desinflar a ERC y salvar los muebles a CiU.

Ni aun en el improbable caso de que destripar España colmara los anhelos catalanistas debería tenerse demasiado en cuenta la propuesta en cuestión. El malestar localizado y periférico de los nacionalistas es una de las constantes vitales de la España moderna cuya resolución oscila entre lo imposible, lo legendario y lo ocioso. Por definición, los nacionalistas siempre estarán descontentos. Incluso hay quien sostiene que jamás cumplirán su amenaza de romper porque se quedarían inmediatamente sin discurso y sin razón de ser. Sea como fuere, razón y nacionalismo no cuadran y para lo de la consulta faltan 132 días.

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