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Pedro de Tena

Diamantino y las buenas intenciones

Diamantino tenía buena intención, pero ya se sabe que de buenas intenciones está empedrado el camino que conduce al infierno, como seguramente expresó Hölderlin a su bienintencionada e infernal madre.

Conocí al cura Diamantino García Acosta en el ardor de la clandestinidad, allá por el año 1973. Era un cristiano poco católico, empapado de la primitiva teología de la liberación de inspiración marxista y completamente seguro, sin mezcla de duda alguna, de que él y sus ideas representaban el único camino para la emancipación espiritual y terrenal de los pobres jornaleros andaluces.

Llegó a "encarnarse", así se decía entonces, en la vida cotidiana de los eventuales agrarios de los pueblos de la Sierra Sur sevillana, desde Marinaleda y El Rubio a Los Corrales y otros. Su apostolado material fue tan eficaz que dio origen al Sindicatos de Obreros de Campo, germen marxo-libertario-cristiano, de ese barco hoy varado a orillas de la nada caracterizado por la acción como espectáculo y la palabra como tea, desde su defensa de Batasuna y los atentados palestinos al robo en los supermercados andaluces.

Diamantino tenía buena intención, pero ya se sabe que de buenas intenciones está empedrado el camino que conduce al infierno, como seguramente expresó Hölderlin a su bienintencionada e infernal madre.

Mi amigo Diamantino se dio cuenta dos veces de que su camino tenía adoquines infernales. La primera fue la pesadilla del fraude del PER. Él, que tanto había luchado por proporcionar un medio de vida estable al jornalero de sus pueblos, comprobó como la corrupción política de los partidos, sobre todo el PSOE, llevó a usar los subsidios para lo mismo que usaban los duros los viejos señoritos en la plaza de los pueblos del caciquismo: como moneda de compra de votos. Y lo denunció.

Él fue una de las fuentes que arrojaron luz sobre aquel gran escándalo, pero él fue también quien se negó a ver en la Ley un correctivo de las inclinaciones egoístas y crueles de los individuos y los grupos, también de los jornaleros que no nacieron buenos por naturaleza. Alguna larga conversación tuvimos sobre ello en un frugal almuerzo de huevo cuajado en espárragos trigueros con pimentón y comino.

La segunda vez, ya devorado por un cáncer injusto en plena madurez, fue cuando le expuse mi convicción de que su movimiento no tenía como futuro otra cosa, y tal vez, que convertir a jornaleros agrícolas en una especie de reserva intocable al estilo de los indios americanos, subvencionados por todas partes, dominados por una minoría comunista e iluminada, pero sin salida digna de ninguna clase.

Él sabía de la catadura moral de algunos de estos líderes que lo usaron como compañero de viaje, y sabía que los jornaleros andaluces no tenían otro destino que el de desaparecer en el tráfago del mercado de trabajo y las libertades, y que sólo los impuestos de los demás podían sostener el costo de la reserva jornalera andaluza (entre otras reservas). Mucho más cristiano me replicó: "Bueno, pero alguien los tendrá que acompañar para consolarlos en esa tragedia". Y lo hizo hasta el final.

Cuando Juan Manuel Sánchez Gordillo, el "tardoncillo", que el "Tempranillo" José María vivió hace dos siglos, dirigió el otro día los atracos a Mercadona, me acordé de mi amigo Diamantino y sus buenas intenciones. Luego vi en la tele al pseudo bandolero, como un Savonarola de feria barata, y comprendí de pronto qué hondo es el drama andaluz, qué inmensa ha sido y es la responsabilidad del PSOE por su incapacidad técnica y moral de modernizar esta tierra española, qué bajuna es la asquerosa complicidad de IU y qué daño ha hecho a Andalucía y a España la desaparición de la esperanza, todo lo discutible que se quiera, que representaba Javier Arenas.

Eso sí, en nuestra "jambre" mandaremos nosotros o, seguramente, los que robaron los carros.

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