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Pedro de Tena

El futuro del sindicalismo español

Sobre todo para la UGT, la transición ha sido un negocio de película porque además de llevarse parte de lo de todos, reclamó lo propio perdido tras la guerra.

En realidad, hace mucho que en España no hay sindicatos. Tenemos partidos disfrazados de sindicatos o, si se prefiere, políticos disfrazados de sindicalistas y enquistados como grupos de presión organizada dentro de ellos, que ocultan su verdadera cara porque los trabajadores en general no quieren ser víctimas de las políticas sectarias de unos u otros.

Desde la irrupción de ideologías y partidos supuestamente revolucionarios en la Europa industrial, los intereses reales de los trabajadores como conjunto –nunca fáciles de discernir porque no siempre son coincidentes dada su diversidad y complejidad– fueron determinados por unos o por otros, marxistas y sus derivaciones comunistas y socialistas, anarquistas, falangistas, fascistas e incluso la Iglesia.

Todos ellos  han  querido aliñar la conciencia "colectiva" –que sepamos sólo hay conciencia individual– de la nueva clase social ascendente tras las modificaciones técnicas de la producción de materias primas, bienes y servicios con sus particulares esquemas abstractos. Por ello, siempre hablaron de "concienciación" frente a la "alienación" como si los trabajadores tuvieran un vacío en la cabeza o un virus letal en la inteligencia y el corazón. La falta de respeto por la entidad individual, la libertad, los intereses y querencias de cada uno de los trabajadores en los últimos siglos ha sido realmente espectacular.

Todos ellos han intentado aprovechar la primitiva ignorancia e ingenuidad de los trabajadores para enredarlos en esfuerzos y metas impropios. Para unos era preciso abolir las clases (todas menos una, la de la nueva burocracia todopoderosa), instaurar la dictadura del proletariado, esto es, del partido, esto es, del comité central, esto es, del máximo dirigente, y luego dar paso al comunismo próspero y beatífico que nunca llegó ni llegará. Eso dijeron algunos y en la práctica, convirtieron a todos los pueblos que sufrieron sus "utopías" en esclavos de un régimen dictatorial como pocas veces se ha visto en la historia universal. El regalo para aquellos trabajadores fue una pobreza descomunal, la falta de libertad y una tragedia vital sin precedentes.

Los anarquistas, desde la llegada de Fanelli a España, país donde junto con Italia, algo en Francia y los países nórdicos tuvieron alguna influencia, predicaron su "cristianismo" primitivo, radical y laico –a uno de sus grandes militantes, Anselmo Lorenzo, le llamaron el "santo laico". Fueron si duda los más atractivos de todo el panorama sindical debido a su general honestidad, limpieza y bravura. Pero algunos quisieron que los trabajadores abrazaran la "anarquía" y la impusieran por la vía de la propaganda por el hecho y las pistolas. Ciertamente se negaron a seguir las consignas políticas de unos y otros pero ellos tenían las propias y asimismo eran políticas. En el fondo, ¿qué fue la FAI sino un partido político diferente y atípico? Quizá los más honestos de todos ellos fueron Cipriano Mera y Ángel Pestaña. Mera se retiró de la revolución tras la Guerra Civil a su andamio en París y murió diciendo: "Ojalá la tierra me dé el calor que los hombres no me han dado". Pestaña decidió que la política era necesaria para los trabajadores en una democracia liberal y apostó por un partido sindicalista, el único conocido hasta el momento concebido como correa de transmisión del sindicato, capaz de influir en la vida nacional y capaz de albergar dentro de sí la moderación suficiente como para aceptar al adversario y no aniquilarlo sin más.

La Iglesia de los Círculos Católicos, y luego de la HOAC y la JOC, por una parte trataba de frenar el avance del ateísmo presente en el socialismo, el comunismo y el anarquismo mediante la proliferación de sindicatos católicos, sobre todo agrarios y, por otra, en algunas de sus comunidades y grupúsculos soñó con la posibilidad de hacer con el marxismo lo que santo Tomás de Aquino hizo con el aristotelismo: convertirlo en la filosofía básica en la que verter sus valores éticos y místicos. Sólo funcionaron los primeros, porque los segundos fueron pronto devorados, salvo excepciones, por la gran disposición de los marxistas en general para la intriga, para la penetración y finalmente para el control de los puestos claves de decisión. Piénsese en Comisiones Obreras, que tuvo orígenes cristianos y cómo, paso a paso, fueron invadidas por el PCE hasta el punto de tener a destacados comunistas en su dirección. Hoy, el poder en su interior se lo disputa además el PSOE. Véase la "salida" de Antonio Gutiérrez. En la UGT, único caso de sindicato fundado por un partido, la cosa es clara. No es que sea la dimensión social del PSOE. Es que sus dirigentes siempre han sido al mismo tiempo dirigentes del PSOE. Esto es, UGT es igual a PSOE.

Los falangistas, muy próximos a la CNT en valores vitales –especialmente lejanos del anarcosindicalismo en su internacionalismo proletario ingenuo que ya vio cómo la primera guerra mundial lo destrozaba y en la lucha de clases–,  y cercanos a un ideal nacional-sindicalista o estado sindicalista, fueron pronto eliminados de la escena de las decisiones reales y suplantados por el gran aparato franquista del sindicato vertical, donde empresarios y trabajadores eran forzados a negociar bajo leyes leoninas y condiciones de falta de libertad inadecuadas, un modelo imposible para una democracia liberal de contrapesos y conciliación real de aspiraciones.

La transición aportó dos anomalías no presentes en la Segunda República: el anarcosindicalismo, conservado en reliquias como la nueva CNT y la CGT, apenas tenía ya incidencia tras haber sido la primera fuerza sindical de España con diferencia y haber sido anatematizado por los nuevos amos y señores del sindicalismo mayoritario español, el PSOE y el PCE, con sus pequeños grupúsculos más o menos radicales. La Iglesia tampoco estaba ya presente en el sindicalismo con voz propia y apenas tiene alguna voz en las nuevas y poderosas organizaciones que se merendaron el patrimonio sindical colectivo de 40 años y más, para hacerse inexpugnables a la información, a la fiscalización y a la oposición. Sobre todo para la UGT, la transición ha sido un negocio de película porque además de llevarse parte de lo de todos, reclamó lo propio perdido tras la guerra. A la CNT no se le ha devuelto casi nada del inmenso patrimonio que sus militantes, no el Estado, construyeron desde 1910 a 1939. Continuará...

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