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Pedro de Tena

El peligro de la ausencia del sentido del ridículo

Hay gente que no tiene sentido del ridículo. Lo hace y no siente estar haciéndolo. Está como abducido por una alienación de la que no es consciente.

Hay gente que no tiene sentido del ridículo. Lo hace y no siente estar haciéndolo. Está como abducido por una alienación de la que no es consciente.
Irene Montero en un acto del Colegio de Abogados de Madrid | Alejandro Martínez Vélez / Europa Press

El ridículo existe. Hay gente que lo hace, que lo hizo y que lo hará. Hay comportamientos que lo son, lo han sido y lo serán. Se preguntaba el añorado Gustavo Bueno, que se lo preguntaba todo, qué podía ser lo ridículo y ya encontraba un quid de la cuestión, la relación que podemos establecer de lo que alguien dice o hace con lo que debiera decir o hacer si conociera esencialmente la realidad y la verdad. Dostoyevski, más prudente, no sabía qué era pero sí comprendía el temor que muchos le tenían, especialmente entre los adolescentes. "Es una especie de locura. El diablo se ha transformado en amor propio para apoderarse de la generación actual", sentenció su Aliocha en Los hermanos Karamazov.

Por eso, hay gente que no tiene sentido del ridículo. Lo hace y no siente estar haciéndolo. Está como abducido por una alienación, una demencia, de la que no es consciente. La verborrea de Irene Montero en el Colegio de Abogados de Madrid es un ejemplo perfecto, el último, de cómo una persona puede hacer el ridículo sin darse cuenta de lo que ha hecho. Me refiero a la relación que puede establecerse entre su vida y su discurso. Habla de machismo quien ha sido fecundada por un tipo que la ha dejado con tres hijos y actúa como un macho decimonónico. Habla de ricos (blancos, hombres, claro, y heterosexuales) cuando su dinero se ha multiplicado por 100 en pocos años. Habla de pobreza quién decidió cambiar el pisito de Vallecas por la mansión de Galapagar. Uno puede ser todo lo inconsecuente que quiera o sea capaz de digerir sin fatiga moral. Pero cuando lo hace sobre un escenario público, no puede evitar la relación comparativa entre el dicho y el hecho, cuya desproporción conduce al ridículo, y a la aparición de la risa, incluso de la risotada.

Luego está lo del lenguaje inclusivo. Me informó hace unos días el profesor de Filosofía, Francisco J. Salguero, compañero de promoción, de la actitud de la feminista, pero lingüista, Carme Junyent, sobre esta ya famosa jerga del él, ella, elle o todas, todas, todes y demás variantes. Dijo en El País que "ese lenguaje ridiculiza la lucha de las mujeres. Y obstaculiza el mensaje, porque acabamos hablando de cómo se dicen las cosas en vez de qué se dice." Pues sí, lo que está consiguiendo Irene Montero y cía con sus ocurrencias es, sencillamente, hacer el ridículo hundiendo, de paso, la aspiración a la igualdad de derechos y deberes de hombres y mujeres en una sociedad democrática.

Lo de la defensa de una justicia feminista, ya rizó el rizo y volvió a poner de manifiesto que desde el socialcomunismo nunca se ha creído, ni se cree ni se creerá en una justicia igual para todos. Primero, fue la justicia "de clase" sin definición concreta alguna de lo que sea una "clase". Luego fue la justicia "proletaria" frente a la justicia "burguesa", que fue, textualmente, a la que apeló Largo Caballero para mentir en el juicio sobre su responsabilidad en el golpe de estado socialcomunista y separatista de 1934. Ahora la cosa se centra en la justicia "feminista" frente a una imaginaria justicia "machista". (Y entonces va el presidente del Colegio de Abogados de Madrid y admite que tal justicia "machista" existe, sin percatarse de que su ridículo fue aún mayor que el de la sectaria ministra a la que había invitado).

Isabel Allende creía que las mujeres tenían un sentido del ridículo más desarrollado que los hombres. Y así podía admitirse después de escuchar a José Luis Rodríguez Zapatero decir aquello de que la tierra no pertenecía a nadie, salvo al viento (se olvidó de las hectáreas de Bill Gates o el duque de Alba, por poner unos lapsus). Lo de la tierra era una frase clásica de Rousseau y del socialismo agrario, pero lo del viento (en vez del Estado), fue sublimemente ridículo. La chilena no tenía ni idea aún de qué tipo de mujeres iba a producir el nuevo feminismo comunista, una mutación histórica, porque el machismo y la homofobia han sido constantes en las sociedades y partidos comunistas reales e históricos.

Cuando un joven (o una jóvena de la pionera Carmen Romero) cree saber que lo sabe todo, hace el ridículo. Muchos lo hicimos con insistencia. Con el tiempo, auxiliados por la experiencia, la ciencia y el sentido común, fuimos adquiriendo sentido del ridículo y un sano escepticismo, algo despreciado por los fanáticos y los amigos de la dictadura sobre los demás.

Hasta Marx sabía que una ideología, la suya también,. era una representación deformada de la realidad. Pero lo que le preocupaba no era su verdad sino imponerla a la Humanidad. Si no fuera por las consecuencias terribles que todo este maldito juego de palabras y sentidos ha traído sobre centenares de millones de personas, la falta del sentido del ridículo del socialcomunismo que nos gobierna produciría toneladas de sentido del humor.

Aun me río cuando recuerdo el alarde "de género" del expresidente del PSOE, José Antonio Griñán, cuando dijo ser la "presidenta" de la Junta. Pero se me hiela la risa cuando advierto que nunca la ley me ha tratado tan desigualmente como hoy en la "democrática" España por el mero hecho de ser hombre.

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