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Pedro de Tena

La paradoja del ángel y el diablo, con Europa al fondo

¿Qué hacer con lo pequeño que no es hermoso sino vergonzoso?

Decía el inmenso Tip en una de sus humoradas que al plácido domingo le seguía el jodío lunes. Pero probablemente habría llamado jodío a este julio de 2016 que ya nos ha dado motivos para la congoja. Primero, la pequeñez insoportable de la política española. Segundo, el atentado de Niza. Tercero, la cuestión Erdogan. 

No temas inclinarte ante lo que es más grande que tú, han dicho siempre los sabios. Pero ¿qué hacer con lo pequeño que no es hermoso sino vergonzoso? La transición española, con todos sus defectos, fue una operación con grandeza. Siendo ya generosos, podemos decir que hasta Aznar inclusive la política nacional tuvo cierta altura, intelectual y de miras. Pero es ya un hecho consumado que, de entonces a ahora, la visión de gallinero se ha impuesto a la visión del águila y que cada vez es más difícil encontrar en la política a personas con estatura ajustada al mundo en el que estamos viviendo. Fíjense en la que hay liada en el mundo, muy especialmente en Europa, y tomen nota de las preocupaciones de los partidos políticos vigentes y sus mandamases. Ahí están, entretenidos en cómo formar o deformar un gobierno sin ser capaces de fraguar una respuesta nacional a lo que nos deja el jodío julio. 

La Europa de las libertades y de las oportunidades tiene un problema. Estará cada vez más sumida en la paradoja del ángel y el diablo, que, resumidamente, explica que para que el ángel le gane al diablo hará falta que se parezca tanto a él que llegará un momento en que no sean distinguibles. Es sabido que el ángel puede hacer todo menos el mal. Es natural que el diablo puede hacer todo lo que hace el ángel y además, el mal. ¿Resultado? El diablo tiene asegurada la victoria salvo que el ángel decida, siquiera temporalmente, combatir al perverso con sus mismas armas. Esto es, tiene que ser, si es preciso, tan diabólico como su enemigo. O no ganará. Niza ha demostrado una vez más que este islamismo asesino está ya entre nosotros y que para derrotarlo los demócratas europeos vamos a tener que aceptar métodos y medios que se van a parecer mucho a los utilizados por el enemigo de la civilización democrática europea. Pero esto es lo que hay. O lo aceptamos como una estrategia temporal, que puede ser posible, o terminaremos sojuzgados por quienes quieren instaurar regímenes políticos autoritarios por siempre jamás. 

Y ahí tienen la cuestión Erdogan. Aún no sabemos con certeza qué ha pasado en Turquía durante el espectáculo del golpe de Estado televisado, pero ya sabemos que Erdogan está perpetrando lo que parece que es otro golpe de Estado mucho más grave. Mi perplejidad subió varios enteros cuando conocí la noticia de la destitución de miles de jueces, además de la esperada purga de la cúpula militar. Turquía es la frontera de Europa por Oriente y se la ha aceptado como una democracia porque desde Atatürk, que prohibió el árabe, las madrasas y el velo femenino, abolió el califato islamista y la sharia adoptando el secularismo, códigos europeizantes y maneras occidentales, era y quería ser un país moderno y democrático. Pero la victoria de Erdogan en las elecciones ha ido consumado una reislamización del país cada vez más visible, por ejemplo, en las universidades, donde las chicas totalmente vestidas de negro y con la cara tapada cada vez son más. 

Con este panorama –añadan el Brexit para completar el cuadro–, en España, también penetrada por el islamismo radical, aunque con unas fuerzas de seguridad mucho más eficaces, los que mandan son políticos pequeños que no parecen estar a la altura de unos ciudadanos que temen, que tememos, que España sea pronto un escenario de esta peculiar guerra, sí, guerra, que libramos queramos o no. Que Dios nos coja confesados. 

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