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Pedro de Tena

Necesitamos una Orden de Caballería a la altura de los tiempos

No. Esta vez no estoy dormido ni soñando. Es que quiero hacer eso.

En una obra de teatro del ya casi merecidamente olvidado Sartre, El diablo y Dios, que me impresionó vivamente en su día, un malvado se hacía pasar bueno para que la bondad cayera como una catástrofe sobre los crédulos. Y así fue. En un solo día de bondad murieron más inocentes que en todos sus años de maldad. El personaje lo confesó así: "Acúsame de detestar a los pobres y de haber explotado su gratitud para avasallarlos. Antaño violaba las almas mediante la tortura, ahora las violo mediante el Bien. Hice de esta aldea un ramillete de almas marchitas. Pobres gentes; me imitaban y yo imitaba la virtud; murieron como mártires inútiles, sin saber por qué." Es la culminación del arte de la simulación. En la política, no solo la de España y la de ahora, sino en casi toda ella y desde hace casi todo el tiempo, la simulación del bien es una de las estratagemas del mal para seguir dominando el cotarro.

Frente a esta realidad sin escrúpulos, sobre la cual podrían aportarse miles, millones de pruebas –una simple transcripción de declaraciones políticas recogidas y grabadas de Sánchez, Iglesias y Rajoy en los últimos años, por poner sólo unos ejemplos, proporcionarían evidencias de cómo es y ha sido de intensa su simulación–, ¿qué podemos hacer los que, más que buenos, que no lo somos del todo, aunque sí bastante, somos tontos de solemnidad, crédulos sin remedio, ingenuos de nacimiento, gente de bien? Cuando este fin de semana Eduardo Maestre, músico al que envidio por tal condición, profesor y persona que lleva algunos años peleando por el triunfo de la decencia en Andalucía y en España con muy pocos pelos en la lengua, me comunicó que había sido nombrado cónsul de Tabarnia en Málaga, caí en la cuenta. Los que pretendemos ser españoles dignos y cabales no necesitamos nuevos partidos, sino una Orden de Caballería.

Sí, ya sé que, sea la Orden de los Quijotes del Sur o la Orden de los Caballeros del Naufragio (Cervantes), u otra de cualquier otro nombre brillante o sugerente, al final nos pueden –podemos– salir ranas unos cuantos; podemos convertirnos en una mafia o en otra clase de masonería; podemos ser cobijo de simuladores del bien; podemos caer –cruel destino de los menos malos– en la tentación de ser más malos que ellos para combatirlos… Pero tenemos que intentarlo porque alguien tendrá que seguir defendiendo que la verdad existe, que los hechos están ahí, que los débiles no tienen defensa, que los pobres son pasto de sus aduladores o sus explotadores, que hay causas, como la libertad y la propiedad no robada, por las que sigue mereciendo la pena arriesgar la vida.

Decepcionados de las iglesias, de los partidos, de los sindicatos, de las mafias, de los piratas de la ley y de tantas cosas y a pesar de todo ello, hay que estar dispuestos a decepcionarse de otra nueva: una orden de caballería que congregue a quienes en este perro mundo queremos ser caballeros demócratas, nobles, auténticos y valerosos contra los malvados sinvergüenzas que siempre ganan gracias a sus perfectos disfraces. No. Esta vez no estoy dormido ni soñando. Es que quiero hacer eso. Espero noticias.

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