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Pedro Salinas

Fujimori, desde Tokio y sin rubor

Algo tiene el clima de Tokio. O es quizás el hecho de residir en una de las zonas geológicas más inestables del planeta. O, de repente, se debe a la contaminación atmosférica. No lo sé. Lo cierto es que el ex mandatario peruano Alberto Fujimori, deliberadamente o no, se ha propuesto desde la lejana tierra de sus padres mentirle a la comunidad internacional a través de una serie de artículos publicados en el diario Yomiuri.

Como si se encontrase en una suerte de estado mental de enajenación, Fujimori cree todavía que tiene posibilidades de retornar en olor de multitud y en medio de vítores, como solía ser recibido en algunos sitios hasta hace poco tiempo. “Estoy determinado a comenzar de nuevo y asumir un programa político para convertir al Perú en un país verdaderamente justo y grande”, dice quien huyó cobardemente al Japón para evadir las investigaciones en torno a su corrupta y desquiciante gestión.

Fujimori quiere venderle a la opinión pública nipona y, de paso, al mundo, que su condición es la de un perseguido político; que en el Perú se ha reinstaurado la Inquisición; que su seguridad personal se encuentra amenazada; que no le quedó otra salida que la renuncia vía correo electrónico; que, en el fondo, lo que los políticos y los periodistas independientes sienten hacia él es, simplemente, celos y mucho rencor.

“Me envidian desde hace mucho tiempo”, anota Fujimori en el Yomiuri Shimbun, como si su régimen, plagado de irregularidades y afrentas contra el Estado de Derecho y los derechos humanos, estuviera exento de cualquier tipo de fiscalización.

Fujimori nos quiere hacer creer que, luego de 10 largos años de la siniestra compañía de su asesor personal, recién ahora que está en el país de los volcanes y de Godzilla se da cuenta que Montesinos no era una buena persona.

“Hasta 1998 nadie me aconsejó alejar a Montesinos del gobierno”, arguye el expectorado ex jefe de Estado a manera de defensa, mintiendo descarada y cínicamente.

Desde el 5 de abril de 1992, fecha en la que Fujimori y Montesinos perpetraron el zarpazo contra la democracia peruana, un sector de la clase política y la prensa independiente reclamó hasta el hartazgo y sin desmayo la separación de Vladimiro Montesinos del entorno del poder.

Durante 8 años se propalaron, en los medios de comunicación que resistieron tenazmente a la dictadura, una cantidad considerable de denuncias sólidas y documentadas, que involucraban a Vladimiro Montesinos en matanzas, torturas, asesinatos, espionaje telefónico, sobornos, chantajes, tráfico de armas y complicidad con el narcotráfico. Pero Fujimori, por injustificables razones, nunca quiso hacer caso de éstas.

Por el contrario, defendió a Montesinos de todas y cada una de las acusaciones que se presentaron en su contra y lo encubrió.

Si aceptamos el grado inaudito de ingenuidad que quiere proyectar Fujimori, entonces solamente nos queda concluir a los peruanos dos hipótesis: la primera es que, durante todo un decenio el Perú fue gobernado por un deficiente mental o un fronterizo, incapaz de ver los niveles de corrupción e inmoralidad que se levantaba delante de sus narices.

Esta es una posibilidad. De acuerdo a la versión del propio Fujimori, obviamente no puede descartarse. La segunda, más lógica y razonable, es que, durante la última década Fujimori no sólo fue responsable político de la cleptocracia en la que se convirtió su gobierno, sino que, además, fue pieza clave, socio, cómplice y jefe de la mafia que, por suerte, empieza a desmantelarse hoy día en el Perú.

© AIPE

Pedro Salinas es Corresponsal en Lima de la agencia AIPE.

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