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Pedro Schwartz

¿Adónde vas, Europa?

La economía crea prosperidad cuando es abierta y competitiva. Mas cuando se la utiliza para fomentar sentimientos de unidad política y solidaridad social, se tuerce y adultera y acaba funcionando mal

El presidente del Gobierno español, señor Rodríguez Zapatero, dio muestras de imprudencia al convocar precipitadamente el referéndum consultivo del domingo 20 de febrero sobre la proyectada Constitución de la UE. Nunca se pensó que fuera a ganar el “no”, puesto que los cuatro principales partidos: socialistas, populares y nacionalistas de derecha vascos y catalanes, apoyaban la aprobación. Se temía, sin embargo, una gran abstención y muchos “noes” malhumorados. Al final, un amplio 78% de los que votaron dijo “sí”, mas la participación justo alcanzó el 42% del cuerpo electoral, dos puntos por encima de lo que se consideraba el mínimo aceptable: he aquí un resultado que deslució las esperanzas de que la consulta fuera una fiesta del europeísmo y del zapaterismo.
 
No es nada satisfactorio que un 58% de los votantes se mantenga lejos de las urnas en una consulta de tanta importancia, la mayor abstención de todas las votaciones generales desde que se restauró la democracia en España. En efecto, el porcentaje de los “síes” aplicado a la totalidad del cuerpo electoral equivale a un mero 32%. Muchos se negaron a votar porque parecía que el referéndum era un plebiscito sobre la persona del presidente del Gobierno. Muchos se retiraron disgustados por una campaña electoral que apeló a los sentimientos más que a la inteligencia. ¿Adónde se pretende que vaya Europa con este nuevo texto constitucional? La respuesta no está nada clara, por lo que la abstención de tantos votantes es comprensible.
 
El proyecto europeo es ambiguo por su propia naturaleza, pues sus creadores han buscado siempre mantener un púdico claroscuro para disimular profundas diferencias y resistencias entre los socios y conseguir que fuesen uniéndose casi sin darse cuenta. El método “Jean Monnet” ideado, aplicado desde antes del Tratado de Roma, ha consistido en utilizar la armonización económica para facilitar la integración política. Se empezó por la Comunidad del Carbón y del Acero y Euratom, siguió el Mercado Común, luego fue el Mercado Único y, más recientemente, la Unión Monetaria y el euro. La Unión Europea ha ido creándose por la puerta de atrás.
 
Este modo de proceder ha tenido sin duda éxito, y la mejor prueba de ello es que el club ha crecido sin parar: de seis ha pasado a tener veinticinco miembros, y aún quedan unos cuantos a la espera de entrar. Los nuevos socios ya no acuden por motivos meramente económicos, como la conveniencia de participar en una gran unión aduanera o las ventajas de competir en un mercado tan amplio. Acuden porque esperan ayudas para elevarse al nivel de los socios más prósperos, pero sobre todo porque quieren anclar definitivamente su sistema democrático y mejorar su seguridad.
 
Esta forma de proceder sufre dos desventajas: una, que la integración se realiza sin el apoyo explícito de los ciudadanos; otra, que la economía sufre al convertirse en un instrumento político. Del déficit democrático son muy conscientes las elites que van pastoreando el pueblo hacia el objetivo indefinido y disimulado de la unión federal. Por eso han buscado reunir en un solo texto acromegálico lo fundamental de la UE y pasarlo a la aprobación de los 25 países. Por eso han aumentado en este nuevo tratado la importancia del Parlamento Europeo, haciéndolo colegislador con el Consejo de Ministros y exigiendo su aprobación de los gastos de la UE. Por eso han transformado la figura del presidente del Consejo Europeo, con la ampliación de su mandato a dos años y medio, renovable por una sola vez.
 
Sin embargo, la cifra de abstenciones en el referéndum español, y seguramente en otros futuros, indica el poco arraigo de las instituciones europeas en las conciencia de los europeos: el Parlamento, el Consejo, la Comisión son entes que flotan en el limbo de Bruselas, sin verdadera relación con los ciudadanos.
 
La economía crea prosperidad cuando es abierta y competitiva. Mas cuando se la utiliza para fomentar sentimientos de unidad política y solidaridad social, se tuerce y adultera y acaba funcionando mal. Eso es lo que pasa hoy a nivel nacional en el corazón del continente, en Francia, Alemania, Italia. Es lo que puede pasar si las vías abiertas al intervencionismo social presentes en el proyecto de Constitución se ensanchan a instancias de los empleados de la Comisión en Bruselas, como ha venido ocurriendo con todos los poderes incipientes que se les han concedido en el pasado. No sólo tienen todas las competencias exclusivas, y las compartidas (que no pueden ejercer los Estados más que si la UE las olvida); también tendrá la Unión poderes para “coordinar las políticas económicas, las políticas de empleo y las políticas sociales”. Tiemblo. Con un texto como éste en la mano, que impone la consulta de las políticas de las empresas con los sindicatos, o el derecho a la limitación de la jornada de trabajo y a las vacaciones pagadas, por dar unas pocas muestras, me temo que no habrá límites al intervencionismo de Bruselas.
 
En este barco estamos montados, y ciertamente no nos conviene bajarnos. El esfuerzo de todos los amigos de la libertad y la prosperidad debe, pues, concentrarse en apoyar las políticas de apertura del mercado hacia dentro y hacia fuera, como la directiva de servicios –a la que se opone Francia– o la Agenda de Lisboa, que ha vuelto a lanzar Barroso. Seguirá concurrido el limbo de la abstención.
 
© AIPE
 
Pedro Schwartz es profesor de la Universidad San Pablo CEU y académico asociado del Instituto Cato.

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