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Pedro Schwartz

¡Peste de anti-globalizadores!

Los movimientos contrarios a la globalización sufren todos de una confusión elemental: creen que la miseria de la mayor parte de la humanidad es culpa de los ricos, que o bien explotamos a los pobres o bien nos negamos a ayudarles. La verdad es más complicada: lo natural es pasar hambre y penalidades, padecer enfermedades sin cuento y, expuestos a muerte violenta o sumidos en la superstición, vivir bajo la férula de déspotas caprichosos. Como dijo Thomas Hobbes, la vida en el estado natural es “solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve”. El camino hacia el bienestar es mucho más largo y complicado de lo que dicen los mensajes de los anti-globalizadores, quienes ni siquiera aciertan a señalar los reales defectos del sistema capitalista actual.

Ante tanto despropósito, yo estaría dispuesto a aconsejar paciencia y oídos sordos, pero no es la primera vez que los bárbaros destruyen el artificial entramado de la civilización. La nuestra, la civilización de la autonomía individual, de la libertad científica, de los cambios de gobierno sin violencia, de la prolongación de la esperanza de vida, de la creciente prosperidad popular, es demasiado preciosa para que nos rindamos con armas y bagajes a quienes ni siquiera son capaces de comprender el sistema que pretenden transformar.

No me parece mal que haya disconformes en el seno de nuestra sociedad, que precisamente se distingue por permitir la diversidad política y social. Pero aceptando que muchos otros no piensen como yo, no estoy dispuesto a callar ante su demagogia otorgándoles la razón con mi silencio. Estoy aún por oír un solo argumento convincente entre el griterío y el barullo de sus manifestaciones. Como científico de la economía, cuando me enfrento en mesas redondas, debates periodísticos, controversias universitarias, con la patulea de los enemigos de la mundialización, me siento como un astrónomo que tuviera que discutir con un creyente en los horóscopos.

Recientemente conversé ante las cámaras con una buena mujer orgullosa de ser comunista. Le dije que, dado su aspecto bondadoso, estaba seguro de que no se identificaba con el comunismo histórico, pero expresé dudas sobre la fiabilidad de su consejo, cuando el último intento de los comunistas de mejorar la sociedad dejó más de 100 millones de muertos sobre la faz de la Tierra. Tengo pánico a la utopía, esa seductora mujer con la cabeza en las nubes y los pies en un charco de sangre.

Lo primero que no entienden es que el sistema que atacan tiene la ventaja de no ser un sistema, sino el resultado espontáneo y no planeado por nadie, de las acciones de incontables hombres y mujeres pasados y presentes. Representan el capitalismo como una dictadura, como un oligopolio de “multinacionales”, que imponen gustos, compran gobiernos, atenazan productores, saquean la naturaleza. La vida de los grandes empresarios sería muy fácil si moldearan a su antojo la masa inerte de los consumidores. Un ejemplo: el fútbol se ha convertido en un espectáculo millonario; ¿cree alguien que ese consumismo deportivo es algo artificial impuesto al pueblo con un hábil lavado de cerebro?; ¿no es más bien un cauce en el que los individuos vierten su amor a las emociones fuertes, su gusto por dividirse en tribus, su deseo de parecerse a los héroes? El que haya grandes empresas en el fútbol o en los automóviles no quiere decir que falle la competencia. Los grandes fabricantes de autos son capaces en menos de tres años de copiar los todo-terreno de sus rivales, que el público demanda. El consumidor es rey, aunque les pese a la izquierda antiyanqui, que viste T shirts y blue jeans; que oye música rock más heavy cuanto más revolucionaria; que se cita por “Internet” para la próxima algarada.

El capitalismo democrático, síntesis de antiguas instituciones, como la familia, la propiedad privada, el sufragio universal, el dinero, el comercio, el trabajo libre y la libertad de opinión, es el sistema que está sacando a grandes zonas del Tercer Mundo de una miseria que parecía sin esperanza. En Asia no había más oasis que Japón: ahora se desarrollan, con los altibajos naturales, Corea, Taiwán, China, ¡Vietnam!, Singapur, India... La apertura de México a la democracia y al comercio están transformándolo en un país industrial. La pobreza se perpetúa en las sociedades atrapadas por un pasado populista o sometidas a la guerra civil y el mal gobierno, como durante nuestra Edad Media. ¡Cuánto desprecio por los datos veo en quienes dicen que el número de pobres aumenta cuando China e India, los dos países más populosos de la Tierra, han estado creciendo durante un decenio a tasas del 10% y de 5% anual.

No me importa la desigualdad, porque no soy envidioso. Me importa la pobreza y creo que uno de los instrumentos más poderosos para combatirla es el libre comercio. Hablaré del azúcar. ¡Pobres cubanos, aplastados por el imperio yanqui que les ha impuesto un embargo comercial! ¿No? Cierto es que el levantamiento del embargo ayudaría a que los esclavos de Fidel empezaran a intuir lo mal que funciona un sistema socialista. Pero quienes de verdad les hacemos daño somos los europeos, con la política agrícola que defiende José Bové: nuestra azúcar de remolacha cuesta el doble del precio mundial porque impedimos las importaciones de azúcar de caña. Las reclamaciones de más ayuda para Cuba no son más que una hoja de parra para tapar nuestras vergüenzas.

Para salir de la pobreza, el Tercer Mundo necesita más comercio y más democracia, no más intervención y más anarquismo.

© AIPE

Pedro Schwartz es presidente de Fundesco y del Idelco.

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