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Pío Moa

Amigos del terrorismo, 1

Curiosamente, el terrorismo  llegó a España con algún retraso, y cuando se conocían los atentados anarquistas en Rusia, en Francia y en otros países, a finales del siglo XIX, algunos creían que actos tan cobardes y brutales serían imposibles en España, dada nuestra idiosincrasia noble y quijotesca. Enorme  error. El terrorismo ha influido en la historia de España del siglo XX más, probablemente, que en  ningún otro país occidental, más aún que en Rusia. Fue el principal cáncer de la Restauración, el obstáculo mayor a la  plena democratización impresa en los postulados liberales de ese régimen, y la causa más determinante de su final hundimiento.
  
El terrorismo  anarquista actuó de tres maneras, cuya combinación, aunque probablemente no deliberada, resultó muy efectiva. En primer lugar, mediante el pistolerismo y el atentado indiscriminado. Casi todas las historias servidas desde hace mucho tiempo hablan del pistolerismo de la patronal en Cataluña, del Sindicato Libre, etc., pero omiten que se trató de una respuesta al pistolerismo previo de la CNT, que no admitía competencia sindical. De ese terrorismo incesante e insufrible  hace Cambó –que también estuvo a punto de ser asesinado– la causa principal de la caída de la Restauración  y  la consiguiente dictadura de Primo de Rivera.
   
Pero la caída de aquel régimen no habría sido posible sin un debilitamiento causado, en gran medida, por un segundo método del terror: el asesinato “selectivo” de personalidades como Cánovas, Canalejas o Dato. Los tres forman con Maura (y quizá con Sagasta), que también estuvo a punto de perder la vida, el grupo de políticos más capaces de aquel régimen, donde ciertamente abundaban mucho más los mediocres e intrigantes sin elevación alguna, tipo Romanones. Los tres estadistas dejaron un vacío irreemplazable, y la presión de una  amenaza permanente sobre los demás. Un régimen privado de hombres de talla política y moral difícilmente sabrá encarar los retos que se le presenten. De esto no suelen hablar las historias, pero es una evidencia.
   
El tercer método del terrorismo ha sido la campaña de propaganda, la confusión intencionada,  la provocación sistemática, en cuyo juego han entrado una y otra vez políticos y partidos dispuestos a sacar rentas de la sangre vertida por otros. Un ejemplo: En 1905, Alfonso XIII sufrió en París un atentado, del que salió ileso. El autor, posiblemente Morral, autor luego de la masacre de la calle Mayor de Madrid, no fue habido, aunque sí algunos cómplices. En el proceso, los implicados negaron su culpa y acusaron al gobierno español de haber montado la “provocación”, para inducir a las autoridades francesas a perseguir a la colonia de anarquistas españoles en París. Lerroux, que también tenía alguna implicación, por su relación con el pedagogo terrorista Ferrer Guardia, explicó al juez francés cómo la policía española había hecho “los preparativos indispensables” para el atentado, cosa muy lógica pues dicha policía era “la heredera de la Inquisición”. Uno de los cómplices, Vallina, relata triunfalmente el desfile ante el estrado de  “numerosos hombres ilustres, políticos y literatos” solidarizándose con los  criminales. El jurado declaró inocentes a los acusados, y la sala “estalló en aplausos”. Así, el atentado se redondeaba con una burla demoledora de la “justicia burguesa”; y  el apoyo de los “hombres ilustres” –que, obviamente, no temían sufrir atentados– reafirmaba a los terroristas  en sus convicciones.
   
El método fue básicamente el mismo en la gigantesca campaña de 1909, en Europa y América, por la ejecución de Ferrer Guardia, complicado, como inductor y organizador, en varios de los atentados más siniestros de la época. La campaña fue movida por todas las izquierdas y por la masonería (Ferrer era masón), presentando al siniestro individuo como “el nuevo Galileo” y “el educador de España”, víctima, como siempre,  de “la Inquisición”, la “España negra” y demás tópicos de amplia circulación. El resultado político sería el apartamiento de Maura por un rey demasiado impresionable, y con ello un nuevo naufragio en la evolución ordenada del régimen.
   
Poco antes, en 1907, el terrorismo había gozado de un éxito crucial cuando toda la izquierda, más el Partido Liberal, hicieron causa común y echaron abajo una ley  antiterrorista presentada por Maura. Naturalmente, la campaña contra la ley invocaba los derechos y libertades (de los asesinos, claro, eso no se decía). Observa Cambó: “Después, gobiernos liberales y republicanos  tuvieron que hacer aprobar proyectos mucho más  rigurosos para mantener el orden público y salvar al respectivo régimen”.
  
Así, contra la ingenua  confianza en el carácter caballeresco español –que sin duda existe, pero no tan extendido– el terrorismo prendió con fuerza en nuestro país y, lo más siniestro, contó en todo momento con un vasta cohorte de amigos y benefactores, unos por extraerle beneficios políticos, otros por admiración hacia quienes hacían lo que ellos hubieran deseado y no osaban, muchos por frivolidad. Sin esos numerosos amigos y cómplices más o menos encubiertos, el terrorismo podría haber sido aislado eficazmente a tiempo, y España  haberse evitado muchos males.
   
Y hoy la historia se repite. Creo del mayor interés repasar estos precedentes,  porque solemos tener mala memoria histórica, lo cual nos impide aprender de la experiencia y nos lleva a repetir constantemente los errores. El  reto que nos plantea ahora mismo el terrorismo nacionalista vasco, que probablemente se aliará, si no lo ha hecho ya, con el islámico, y goza de la “comprensión” del  PNV y del nacionalismo catalán, y de la actitud ambigua del PSOE de Zapatero, va a exigir una gran claridad de ideas, un gran tesón  y una gran firmeza, si no queremos que nuestra libertad vuelva a hundirse por tercera vez en menos de un siglo.  

En España

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