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Pío Moa

El prestigio del terrorismo

Entre todos crearon la leyenda de la ETA justiciera y democrática, convencidos de que en cuanto desapareciera el franquismo aquellos chicos idealistas, pero atolondrados y poco inteligentes, resultarían fácilmente manejables

Navegando por Internet encuentro a menudo alusiones a mi modesta persona calificándome de “ex terrorista”. Obviamente la idea es suscitar rechazo hacia mis libros, pero se equivocaría quien creyera que ese rechazo recae sobre el segundo término del calificativo. Lo que provoca la indignación de quienes así hablan, casi todos progres fanatizados, incluyendo supuestos intelectuales, es justamente el “ex”. Como resulta obvio a cualquier observador medianamente agudo, esta gente respeta profundamente a los terroristas, para los cuales solicita el diálogo, la negociación, es decir, el premio a sus atentados a costa de las libertades. Para mí u otros en mi caso no solicitan esas ventajas, desde luego, sino la censura, el vacío y el silencio.
 
Todos los países tienen sus peculiaridades y entre las de España está la de ser el país europeo en cuya historia reciente más ha influido el terrorismo. Fueron principalmente los incontenibles atentados anarquistas los destructores del sistema liberal de la Restauración, también tuvo el terrorismo un papel muy importante en el fracaso de la república, y desde la Transición se ha convertido en un eje de la política española, a la cual ha condicionado dramáticamente.
 
Pero, ¿ha sido el terrorismo propiamente dicho? Creo que más bien se ha tratado del aura de “comprensión”, cuando no admiración abierta, que ha rodeado a los pistoleros y bombistas, y sobre todo la pretensión de explotar políticamente sus crímenes. Uno de los más destacados asesinos en masa, Mateo Morral, que mató en un atentado a decenas de personas e hirió a un centenar, se convirtió en héroe para gran parte de la izquierda, y disfrutó de un favorable retrato literario por Valle Inclán. El fundador del PSOE, Pablo Iglesias, justificó en más de una ocasión el crimen “político”, y nadie entre cuantos se consideraban progresistas lamentó los magnicidios de Cánovas, Canalejas o Dato, que privaron al sistema de libertades de varios de sus más dotados estadistas.
 
Durante la república, los atentados fueron el pan nuestro de cada día. La izquierda catalanista facilitó a la CNT el asesinato de obreros disidentes, y la izquierda en general no encontró dignos de condena los atentados contra falangistas o derechistas. Las elecciones de 1933 se vieron ensangrentadas por seis atentados mortales, todos de las izquierdas contra las derechas. Sólo pareció intolerable a aquellos progresistas que la Falange terminara replicando en los mismos términos.
 
Y en cuanto a la ETA debemos recordar que durante bastantes años fue tenida por un grupo pintoresco hasta que empezó a matar, ya en 1968. En ese momento recibió la más cálida admiración y aplauso de la oposición antifranquista casi en pleno, de un amplio sector del clero vasco y no vasco, de los gobiernos franceses, de muchos órganos de prensa en la misma España. Entre todos crearon la leyenda de la ETA justiciera y democrática, convencidos de que en cuanto desapareciera el franquismo aquellos chicos idealistas, pero atolondrados y poco inteligentes, resultarían fácilmente manejables y dejarían de dar problemas. Los tontos, por decirlo de forma suave, fueron quienes hicieron tales cálculos, tan terriblemente costosos para la democracia.
 
La política en España, como en otros países, ha caído a menudo en la delincuencia, tanto en concepto de corrupción como de utilización o explotación del crimen. La simpatía, abierta o soterrada, hacia los asesinos ha redundado durante muchos años en el linchamiento moral de sus víctimas por parte de fuerzas que se decían democráticas, y cabe recordar a este respecto lo sucedido cuando Jiménez Losantos fue secuestrado y tiroteado por una banda terrorista en Barcelona. Para entender lo que hoy ocurre debemos calibrar en su justa importancia el hecho de que, pese a los incesantes atentados de la ETA y otros grupos, los partidos más o menos constitucionales no lograron articular una política antiterrorista conjunta hasta… 1988: el Pacto de Ajuria Enea. Un pacto insuficiente y en varios aspectos irrisorio, pero al menos un avance. Terminó fracasando porque el PNV, en definitiva, ha sido siempre el cómplice más efectivo de los pistoleros y por ello un grave elemento de perturbación de la democracia.
 
Esa colaboración de hecho del PNV con los asesinos excluyó a este partido del Pacto Antiterrorista, que básicamente consistió en la aceptación por el PSOE de la política del PP: negativa a la pretensión de hacer del crimen una forma de actuación política, pretensión demoledora para el estado de derecho y mantenida sistemáticamente por el partido de Arana. La nueva política antiterrorista permitió acorralar a los etarras, pero ahora el gobierno socialista ha vuelto a echarla por tierra, aliándose con el PNV en complicidad apenas disimulada con los criminales, a quienes piensa “derrotar” admitiendo sus exigencias a costa de las libertades, de las víctimas y del derecho.
 
Esta es la realidad y sólo pueden negarse a verla los aficionados al ilusionismo progres. En otro artículo trataré de explicar de dónde viene esa mezcla de comprensión, admiración furtiva y deseo de congraciarse con los pistoleros. Baste ahora señalar el hecho indudable una de las claves del reiterado fracaso de la convivencia en España durante todo un siglo, y que puede repetirse ahora.

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