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Pío Moa

Intelectuales

Una manía de la izquierda española es atribuirse en exclusiva la preocupación y la creatividad cultural, pese a haber causado a la cultura daños gigantescos, desde la destrucción de bibliotecas, centros de enseñanza y obras de arte invalorables, hasta las reformas que han hecho de la enseñanza pública un vivero de macarrillas. Sus embustes funcionan, pregunten si no en nuestra degradada universidad.

Digo esto porque la reciente muerte de Laín Entralgo me ha recordado un artículo suyo desmintiendo un tópico muy querido por esa pretenciosa izquierda: el del “páramo cultural” franquista, especialmente en los años 40. Julián Marías replicó en su momento a esa idiotez, y Laín abundaba, citando a numerosos y descollantes intelectuales de entonces. Sospecho que nuestra época, tan infundadamente satisfecha de sí misma, saldría mal de la comparación.

Pero Laín se tendía una trampa a sí mismo al afirmar que aquellos intelectuales rechazaban el franquismo. Luego, o bien el franquismo fue extraordinariamente liberal con los intelectuales disconformes, o bien a éstos no le importó colaborar con el régimen. En realidad hubo de las dos cosas. El franquismo trató con bastante liberalidad a los intelectuales, y muchos de ellos colaboraron con él o se adaptaron sin problemas.

El problema surgió hacia los años sesenta, una vez perdidos los rasgos más represivos de la posguerra: ¡entonces, en plena liberalización del régimen, numerosos intelectuales le mostraron hostilidad! ¿No es paradójico? Cabría pensar que deseaban una dictadura férrea y despreciaban aquellas blanduras. No quiero generalizar, pero tampoco bromeo: los antifranquistas solían (solíamos) simpatizar con tiranías como la de Castro, tiranías “de verdad”, sin resquicios liberalizantes. Cuando visitó España Solyenitsin, gran escritor y testigo de la barbarie del siglo XX, que la denunció a costa de los más graves riesgos, Juan Benet, escritor de tres al cuarto, anglómano snob cuya oposición a Franco no le suponía el menor riesgo, sino al contrario, una rentable inversión político-literaria, dijo que para gente como Solyenitsin él justificaba el Gulag. La frase no suscitó escándalo entre la intelectualidad progre, sino más bien regodeo, y en ella quedó perfectamente retratada.

Paul Jonson escribió “Intelectuales”, libro revelador que debiera ser lectura muy recomendada en la universidad. Cuando lo leí, compré y regalé varios ejemplares, aunque entonces no tenía un duro, y lo recomendé a mis conocidos, llevado de mi natural activista. Pero este activismo es raro fuera de la izquierda. Por eso los del “Gulag para Solyenitsin” y del “páramo cultural” pueden seguir con sus monsergas, seguros de que los Julián Marías o los Laín tendrán poca audiencia. En fin, esperemos que eso cambie.

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