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Pío Moa

La angustia por el sentido del mundo

Decía en otro artículo que la imagen de un mundo y una vida sin finalidad, es decir, sin sentido, resulta insoportablemente angustiosa para la psique, pero contra ello podría aducirse la experiencia cotidiana: la mayoría de la gente vive pensando sólo en sus faenas, diversiones y apremios del día, sin hacerse preguntas más generales, por lo que el problema de la finalidad es innecesario. La vida se sostiene por sí misma. Los animales no se plantean, seguramente, tales problemas, y ello no les impide vivir y ser felices a su modo. También una cierta sabiduría popular aconseja mantener la cordura ocupándose en cosas prácticas, y no dando vueltas a ideas nebulosas, expresión de una cierta perturbación mental, más que de un problema auténtico.

Esa forma de pensar viene apoyada por algunas ideas cientifistas, para las cuales el hombre es simplemente un animal, gobernado por el estómago (según Marx, por ejemplo) y el sexo (Freud). Al ser humano le distinguiría de otros animales tan sólo la manera “consciente” de satisfacer sus necesidades nutricionales y sexuales, al servicio de las cuales estaría lo que llamamos “espíritu”. El espíritu alejado de su objeto se vuelve enfermizo, pero no por eso deja de ser explicable. El sentido propuesto por las religiones sería en sí mismo algo absurdo, pero inteligible: un embaucamiento para beneficio de algunos aprovechados, cuyo objetivo real, bajo pretensiones sublimes, no es otro que el de todo el mundo, es decir, ganarse el cocido, aunque lo hagan con métodos reprobables. Muchas críticas a la religión van por ahí.

Sin embargo todo el mundo ha sufrido alguna vez la angustia del sinsentido. A menudo nos llega asociada a un suceso doloroso, como un accidente, la muerte de una persona querida, momentos de intensa conciencia de la propia, etc. Las mismas imágenes del telediario, plagado de noticias catastróficas, nos trae esa sensación, que tratamos de aplacar inmediatamente buscándoles algún sentido o aceptando el que nos proponen desde la pantalla. De ahí podría concluirse que se trata de un sentimiento inútil, ligado a las desgracias. Pero eso no es del todo cierto, pues también surge a veces en medio del agobio de las tareas cotidianas Incluso en los momentos de triunfo en nuestras aspiraciones asoma a menudo esa angustia como una impresión de vacío: sólo hay que ver cómo muchos exitosos necesitan aturdirse mediante drogas o una agitación permanente. Y aun para quienes mantienen el equilibrio, las situaciones más prósperas llegan subtendidas por una vaga inquietud de peligro, de que todo puede venirse abajo inesperadamente. Quizá por eso no solemos sentir la felicidad en el momento, sino más tarde, como un recuerdo. El problema del sentido también nos viene a la mente ante espectáculos como el del cielo estrellado, cuya realidad nos sobrepasa en tan inmensa medida que nuestras mayores o menores ocupaciones, triunfos o crímenes, parecen absolutamente insignificantes. En fin, la existencia de cada cual y su fin obligado impresionan a nuestra conciencia como un enigma insondable: ¿para qué todo eso?

No creo, por tanto, que la angustia por el sentido del mundo y de la vida sea una derivación enfermiza (aunque pueda llegar a serlo) de, por ejemplo, desgracias o insatisfacciones materiales o sexuales, sino que viene implícita en la condición humana, en su carácter consciente, o limitadamente consciente. Buena parte de los esfuerzos espirituales del hombre, incluso lo más esencial de ellos, se aplica a calmar esa angustia siempre subyacente y en algunas ocasiones muy aguda. Es más, cabe pensar que si podemos dedicarnos a la vida cotidiana sin apenas pensar en otros problemas, se debe precisamente a que damos por supuesto, más o menos, un sentido general a nuestra actividad y nuestra vida.

De ahí el éxito de las ofertas de sentido: religiones, progresismos, cientifismos, sectas esotéricas, etc. Todas ellas tienen su clientela. Pero al constatar la oposición entre los remedios propuestos por cada uno, así como la dura competencia entre ellos por ganarse adeptos, salta la cuestión: ¿serán todos engañosos, o habrá algunos más verdaderos que otros? ¿Habrá un criterio para distinguir el fraude, o serán todos ellos fraudulentos?

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