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Pío Moa

Mejor la monarquía

La boda de los príncipes ha sido la ocasión para oír  algunas palabras sencillas y nobles, en especial las de Rouco y las elegidas por los contrayentes, palabras absolutamente necesarias en este país empantanado en una   verborrea tan aturdidora como  falsa, banal y cínica, mientras crecen en torno y dentro de él las amenazas. Hasta el aguacero acompañante resultó muy oportuno: la lluvia es símbolo de purificación. Pero el aturdimiento ha llegado a tal punto que  aquellas palabras a contracorriente  parecen haber resbalado sobre la endurecida epidermis de los medios. La atención, no sé si de la gente, pero sí de casi todos los comentaristas encargados de ilustrar a la gente, se ha visto atraída por un sin fin de sandeces irrelevantes, desde las pamelas hasta la falta de un beso cinematográfico. La incapacidad o insensibilidad de las televisiones para explicar los contenidos simbólicos e históricos que daban al acto su significación, refleja también el país de pandereta, el país cotilla, chillón  y  romo  en que va degenerando España.
    
Personalmente me da igual una monarquía o una república, siempre que sean democracias. Actualmente la monarquía no resta nada a la democracia y en cambio le añade un elemento de moderación y un entronque psicológico con  el pasado, tanto más conveniente en una sociedad como la nuestra, tan dada a los bandazos y a excusar sus inepcias renegando de sus antepasados. Las monarquías escandinavas, la británica, la holandesa y, por supuesto, la española,  son democracias,  y la mayor parte de las repúblicas del mundo son dictaduras.  La  identificación de república y democracia que quieren colar algunos listillos no pasa de la picaresca del gato por liebre.
  
No sólo eso: las libertades de que hoy disfrutamos en España –salvo en Vascongadas  y, en menor medida, en Cataluña–, vienen asociadas a la monarquía, y de ningún modo a los republicanos, que fácilmente nos habrían llevado a nuevas convulsiones con sus rupturas. Esto lo intuye la gente, si bien con vaguedad, porque casi nadie se ocupa de señalarlo y muchos se empeñan en  enturbiarlo, pero es lo que vuelve popular a la monarquía y la  seguirá sosteniendo, a menos que se empeñen en echarla abajo los propios monarcas y su entorno, como pasó antaño.
    
Y hay otra razón a favor de la monarquía: el carácter ruin y botarate del republicanismo español. Azaña, buen conocedor de sus correligionarios, ha descrito inmejorablemente ese carácter. Cabría esperar que hubieran cambiado, pero no, y si alguien tiene alguna duda puede repasar sus toscas gracietas y protestas por la boda, exhibición de mezquindad. Hasta  en sus bajezas sobre el dineral gastado yerran, pues ese gasto queda sobradamente compensado por el efecto publicitario internacional, beneficioso para toda la nación. Pero en nada se retratan mejor  aquellos que en su reivindicación de la II República, reivindicación de una catástrofe a cuya repetición nos invitan incansables.
   
Para mí es un enigma el por qué de esta chifladura, pero su realidad está ahí, indiscutible. Quizá obedezca a la falta de  sustancia intelectual –no así de destreza propagandística– en la tradición republicana.  Muchos intelectuales arroparon a la II República, pero los principales de ellos,  sus “padres espirituales”, tardaron poco en desengañarse. Quizá convenga recordar sus dicterios contra el engendro, y repetirlos  con la misma tenacidad e insistencia  que ponen los republicanos en contarnos sus cuentos de hadas sobre aquel régimen. España, acaba de demostrarse  en las últimas elecciones, no es un país estable, y nada puede venirle peor que ponerse ahora a hacer ciertos experimentos. 
        

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