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Pío Moa

Por qué dura la democracia

Lea los anteriores artículos de esta serie:
Entre la palabrería y la deslealtad, 1
Entre la palabrería y la deslealtad, 2


La experiencia republicana, que Rodríguez Piñero omite, empezó con un salto al vacío, cuando unos partidos embriagados de retórica pero escasos de pensamiento, arraigo popular, organización y líderes, pasaron a gobernar sin ahorrar demagogia. Impusieron luego una legislación que pensaba les aseguraría el disfrute perpetuo del poder, y cuando las urnas dieron la victoria al centro derecha, no tuvieron escrúpulo en sublevarse contra sus propias leyes, en octubre de 1934, iniciando de hecho la guerra civil. En las elecciones del 36, el programa “moderado” del Frente Popular pretendía la exclusión definitiva de la derecha, creando un régimen similar al del PRI mejicano, mientras los partidos obreristas preparaban su revolución. De ahí la reanudación de la contienda, en julio de ese año. La guerra civil constituye el legado fundamental de aquella república.

En 1975, muerto Franco, pudo haberse reproducido la experiencia. La oposición, improvisada a toda prisa –salvo el PCE–, sin arraigo, organización, líderes ni análisis serios de la situación, quería nada menos que a monopolizar la transición mediante la “ruptura”. Por fortuna, la derecha mantuvo con relativa firmeza un proceso rápido, pero controlado, de reforma: “de las leyes a las leyes”. Las izquierdas tuvieron que aceptar la reforma democrática, por lo demás acorde con la España surgida bajo el franquismo, cuya poderosa clase media era reacia a continuar las convulsiones del pasado. Por eso ha durado y dura la democracia.

La aceptación de la realidad debiera haber sido fácil para los antifranquistas, pues en la “era de Franco”, como la bautizó Tamames, las antiguas ideas y partidos se difuminaron, al compás del desarrollo económico. Los viejos republicanismo, socialismo y anarquismo fenecieron prácticamente, al igual que los nacionalismos (éstos surgieron, ya a finales de los años 60, gracias en buena medida al terrorismo de ETA, tan apoyado por los demás antifranquistas). También se diluyeron las tendencias fascistas, burocratizadas en un “Movimiento Nacional” cada vez menos influyente. Sólo el PCE resistió a Franco desde el principio hasta el final, pero también se vio forzado a cambiar un tanto. Los partidos de izquierda pudieron renovarse, pero en los últimos años les viene dando por identificarse con una república y un frente popular guerracivilistas. Identificación gratuita y absurda, pero propia de la tradicional incapacidad de la izquierda española –o de los nacionalismos– para pensar algo más que panfletos.

Alarmante, también: quizá no sobre señalar que las grandes amenazas a la democracia (la corrupción, la degradación del poder judicial y el terrorismo) provienen, sorprendentemente, del antifranquismo.

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