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Pío Moa

¿Quién no es mejor que su propia biografía?

Durante la guerra y la posguerra fueron franquistas devotos; después –sobre todo después de que los Aliados ganasen la guerra– cambiaron, poco a poco o con rapidez, sus principios y convicciones hasta llegar adonde llegaron.

Me viene de nuevo a la cabeza esa frase famosa leyendo Yo tenía un camarada, de César Alonso de los Ríos, sobre "el pasado franquista de los maestros de la izquierda", personajes representativos de la Generación del 36, como Laín, Aranguren, Tovar, Vicens Vives, Torrente Ballester, Ruiz-Giménez, Areilza, Sastre, Castellet, Ridruejo, etc. Algunos, como Areilza o Torrente, nunca fueron propiamente de izquierda, pero todos, y otros muchos, sí se hicieron antifranquistas, furiosamente varios de ellos. Y la mayoría –no todos– mostraban gran incomodidad con su pasado franquista, más concretamente falangista en bastantes casos. Dice el autor que Torrente

había llegado a convencerse de que nunca había sido falangista y de que había estado en la retaguardia cultural de Burgos, durante la guerra civil, por casualidad. Había sido ganado Gonzalo Torrente Ballester por una desmemoria tan grave y había sido respetado tanto en ella por los críticos culturales que muchos jóvenes (periodistas en ocasiones) habían llegado a creer que había sido un perseguido del franquismo. [La vicepresidenta Vega acaba de recordar que su padre fue otra víctima de aquel régimen, quizá piense cobrar la indemnización correspondiente].

Y como Torrente, tantos más que en 1982 "eran la gran orla del socialismo español que acababa de tomar el poder después de medio siglo. Algo verdaderamente histórico". "Los Laín Entralgo, López Aranguren, Tovar y Haro Tecglen publicaban en El País. Cuando murieron se les despidió con coronas de elogios", procurando –ya entonces funcionaba la memoria histórica–olvidarsu pasado, como hacía ya ejemplarmente ese maestro de la corrupción intelectual, vulgo la trola, que es Juan Luis Cebrián.

El ansia, paroxística en Cataluña y Vascongadas y desatada en el resto, de oscurecer, tergiversar o falsificar el pasado es uno de los rasgos típicos de una transición comenzada muy bien y pronto echada a perder en gran medida por la desvergüenza de unos y la inhibición culpable y oportunista de otros. Y es también un signo de identidad de nuestra época de farsa y consiguiente páramo cultural.

Pero observemos la evolución de estos personajes. Durante la guerra y la posguerra fueron franquistas devotos; después –sobre todo después de que los Aliados ganasen la guerra y casi nadie diese un duro por la supervivencia del régimen (en Años de Hierro me refiero a la sospechosa elaboración de La colmena por Cela)– cambiaron, poco a poco o con rapidez, sus principios y convicciones hasta llegar adonde llegaron. El problema no radica tanto en esa evolución, en España todo el mundo ha cambiado muchísimo, como en el tan revelador empeño por disimular o falsificar la propia biografía, con excepciones como Ridruejo o Laín. Sospecho que esa debilidad moral repercute fuertemente en el valor de la obra de la mayoría de ellos, condenada ya hoy al mismo olvido que pretendían para su pasado. No sin haber contaminado de esa corrupción al mundillo cultural hispano.

Pero aún tiene mayor interés el sentido político de esa evolución, que llegó a renegar del personaje y el movimiento que vencieron al Frente Popular, y a la loa de este, añadiendo a la falsificación biográfica la falsificación política: el Frente Popular representaría "la república, la democracia, el pueblo trabajador". Por consiguiente, habían perdido los buenos y ganado los malos, y sería precisa una gran dosis de agua del olvido para purificarlos del crimen de haber estado entre los vencedores. Muchos mantenían considerable desconfianza hacia los comunistas, pero se acercaban a los socialistas, olvidando –siempre la oportuna amnesia– que había sido el PSOE, y no el PCE, el principal responsable de la guerra civil. Aun así, no hacían ascos a colaborar con los agentes del Imperio del Gulag en España, y el mismo Areilza, que llegado un momento iba de monárquico liberal por la vida, colaboró en alguno de los tinglados montados por el héroe de Paracuellos, el "Pacto para la Libertad" o cosa por el estilo. Tales eran los opositores antifranquistas, en quienes se unían las simpatías casi generalizadas hacia la ETA o Fidel Castro con el odio a sus propias biografías, al parecer mucho menos ejemplares de lo que ellos, muy en el fondo, eran o creían o aspiraban a ser.

No fue una evolución a mejor, sino a peor, a mucho peor. Un problema del país ha sido, ya desde principios del siglo XX, el escaso aprecio de gran parte de la intelectualidad por las libertades, como ha mostrado José María Marco. En otra ocasión señalé que el motivo profundo de estas oposiciones no era que considerasen a Franco un dictador, sino que lo consideraban demasiado poco dictador por comparación con los sistemas que ellos admiraban, como el de Castro o los del este de Europa. Nada pudo exhibir mejor esa tendencia subyacente que el episodio Solzhenitsin, al que me he referido varias veces por su valor ilustrativo. Pues la de Franco fue solo una dictadura autoritaria, mientras que las otras lo eran totalitarias, y el totalitarismo ha ejercido una gran fascinación sobre muchos intelectuales, no solo españoles.

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