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Plinio Apuleyo Mendoza

Los incorregibles

“Los peronistas —decía Borges— no son ni buenos ni malos; son incorregibles”. Podría hacerse extensiva esta observación a los populistas del continente. Apenas se desató en Argentina el vendaval de una protesta popular que produjo la caída del presidente de la Rúa, el incorregible Hugo Chávez se apresuró a decir que todo eso había sido consecuencia de las políticas neoliberales. Era una manera de poner las suyas como ejemplo.

De haber tenido oportunidad de expresar también su opinión, no dudo que lo mismo habrían dicho Fidel Castro, el encapuchado Marcos, Daniel Ortega, Eduardo Galeano, Alan García, Lula da Silva, Horacio Serpa y otros personajes del vecindario izquierdista latinoamericano. Afortunadamente, antes de que todos ellos pusieran también los males de la Argentina en la cuenta del neoliberalismo, los propios porteños dejaron sin piso esta versión derribando al muy populista Adolfo Rodríguez Saa. Para las damas que hacen sonar cacerolas en Buenos Aires y aun para los energúmenos que asaltaron el Parlamento destruyendo todo a su paso, el problema de la Argentina son los políticos; todos ellos, peronistas o radicales. A tal punto, que “político” se convirtió en Argentina en una mala palabra, sinónimo de corrupto, incapaz o de ladrón.

De pronto, hay razón en considerarlo así después de lo ocurrido en aquel país. El caso es que si uno examina el origen del desastre argentino, lo encuentra en los comportamientos populistas irresponsables propios de dirigentes nacionales y regionales. Siguiendo el ejemplo de Perón, de Menem y del propio Alfonsín, muchos de ellos se sirvieron de una copiosa demagogia social para edificar su carrera política. No fue solo un anzuelo electoral. Llegados a la Gobernación de cualquier provincia, gastaron siempre más de lo que tenían apelando al crédito externo. Al final, la deuda pública y el agudo déficit fiscal colocaron al país al borde de la quiebra. Y lo mejor que se encontró para evitar un desafuero de la inflación fue atar la moneda local al dólar.

Durante años, populismo, clientelismo y burocracia se dieron la mano en Argentina. Para sostener prebendas sindicales y un tren burocrático de dos millones doscientos mil empleados públicos, se jugó primero con papel moneda, luego se dilapidó el dinero de las privatizaciones y, por último, se siguió apelando al más irresponsable endeudamiento. El populismo, siempre desorbitado, se defiende de las amonestaciones del Fondo Monetario y del Banco Mundial o de las propuestas de sujetar el desbocado gasto público, satanizando la austeridad fiscal con el mote de neoliberalismo.

Los populistas son, pues, muy dados a confundir el mal generado por ellos con el remedio recomendado para curarlo. La fórmula mágica para justificar un irresponsable manejo de las finanzas públicas es la llamada “inversión social”. Hablando de incrementarla, acaban empobreciendo aún más a sus pueblos. Fue lo que hicieron típicos dirigentes populistas como Velasco Alvarado, Siles Suazo, Daniel Ortega o Alan García. Es lo que está haciendo Hugo Chávez en Venezuela y lo que probablemente harían, de llegar a la presidencia, Luis Ignacio (Lula) da Silva en el Brasil y Horacio Serpa en Colombia. Sus concepciones son idénticas.

Claro que los argentinos están curados de espantos. Tontos no son. Es cierto que no soportaron los rudos remedios puestos en marcha por Domingo Cavallo para salvar una economía al borde del colapso. Pero tampoco creyeron en el mago populista Adolfo Rodríguez Saa. Su gobierno, que sólo duró ocho días, sacó del sombrero, a título de medicinas, promesas de imposible cumplimiento como la creación de un millón de nuevos empleos y venenos capaces de matar al enfermo, como la suspensión de pagos, la creación de una tercera moneda y la adulación a los corruptos miembros de la oligarquía sindical.

Los populistas, donde quiera que se encuentren, son capaces de llevar a su respectivo país por la vía argentina. Basta para ello dejar abiertas las llaves del gasto público, sostener feudos políticos con burocracia, seguir endeudándose para atender los compromisos de la deuda o cubrir gastos de funcionamiento. Y al final de todo esto, está la inevitable catástrofe. Nada de esto es liberalismo o neoliberalismo. Es exactamente lo contrario. El populismo estridente y autoritario de Chávez está resultando fatal para Venezuela (de ahí los cacerolazos), y sería el único desastre que le falta a Colombia para quedar sumida en el caos, con una guerrilla comunista como única alternativa. Pero de nada vale decirlo. Los incorregibles no aceptan las lecciones de la realidad. Son verdaderamente incorregibles.

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