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Priscilla West

Experiencias recientes de una gringa

Cuando llegué a Caracas, para trabajar en la petrolera estatal PVDSA, Hugo Chávez acababa de asumir la presidencia y estaba en la cumbre de su popularidad. En la empresa, los chavistas eran una minoría pero el intercambio de opiniones era saludable. Los opositores le daban el beneficio de la duda.

Estaba claro que Chávez representaba un cambio en la corrompida política venezolana. Me sorprendía su verborrea, pero lo creía bien intencionado, mientras que sus interminables y repetitivos discursos por televisión me ayudaban a mejorar mi español. Los fines de semana solía tomar el metro hasta el Capitolio y observar los alegres mítines en apoyo de la nueva constitución “bolivariana”. Esas concentraciones estaban diseñadas para asegurar que masas analfabetas marcaran el “Sí” en la votación. Aunque era arriesgado, me sentía protegida por soldados sonrientes, con ametralladoras y boinas rojas.

Las insignias con la efigie de Chávez bajo el lema “El Mega Presidente” quizás ya anunciaban su maniática avidez de poder, mientras que otras con el gallo rojo me hicieron entender que PCV significa Partido Comunista de Venezuela.

La noche siguiente a la ratificación de la nueva constitución ocurrió la catástrofe del litoral, donde decenas de miles murieron atrapados bajo montañas de lodo, la peor catástrofe natural en la historia de Venezuela. Me sorprendió oír que Chávez anunció la muerte de dos mil personas, cuando la Cruz Roja Internacional estimaba 30 mil, pero mucho peor fue su patética manifestación de crueldad hacia víctimas que lo habían perdido todo, al rechazar la ayuda de Estados Unidos.

En los meses siguientes, la retórica de Chávez se hizo más y más socialista. Utilizó las instituciones democráticas para avanzar su “revolución bolivariana”, la cual jamás fue puesta a la consideración de los electores. Nombró a sus lacayos para las posiciones clave, acabando así con la fundamental división de poderes. Chavistas y antichavistas mostraron inicialmente diferencias de clase, quizás debido a que gente con mejor educación detectó primero las intenciones presidenciales. Al comienzo, uno podía asumir que la sirvienta y el taxista eran chavistas, pero no el abogado y el profesor. Hoy, 80% de los venezolanos quiere sacar a Chávez, pero la prensa internacional sigue reportando un enfrentamiento clasista.

Chávez se lanzó de lleno a promover la lucha de clases y recuerdo vivamente sus acusaciones a ejecutivos de PDVSA divirtiéndose en yates, viajando en aviones de la empresa y derrochando el dinero. Entonces, cuando por olvido me dejaba puesta la identificación de la compañía, en la calle me gritaban “corrupta”. Los empleados chavistas comenzaron a verse apesadumbrados, mientras se sustituían en la junta directiva a veteranos de la industria por generales del ejército. Pronto comenzamos a recibir instrucciones estrafalarias. En vano los ejecutivos lucharon contra mandatos absurdos del gobierno, como despachar petróleo a crédito a Cuba a precios especiales, a pesar de los atrasos en sus pagos.

Yo tuve la suerte de aprender sobre el competitivo comercio petrolero internacional bajo experimentados profesionales de PDVSA, pero vi cómo aumentaban las tensiones al tener que defender operaciones cotidianas frente a recién nombrados y hostiles ejecutivos, sin experiencia comercial alguna.

El gobierno también nos mandaba nuevos “clientes” de países como Libia y Colombia que, obviamente, no sabían nada del negocio ni entendían el argot petrolero. Sin intención de cumplir, ofrecían precios absurdos que parecían errores tipográficos en las licitaciones. A uno de ellos lo apodamos “Sr. Leche en Polvo” porque ese era su negocio. Ante la imposibilidad de rechazar legalmente su oferta, se le concedió el pedido, pero como nos imaginábamos, el petrolero jamás llegó, causando pérdidas a la refinería. Algunos compañeros se preguntaban si se estaba utilizando a PDVSA para lavar dinero. Los frecuentes decretos presidenciales exponían a los gerentes a incumplir la ley para cumplir con la “nueva ley”, mientras hacían lo imposible por mantener una reputación internacional de suplidor confiable.

Luego de más de dos años, me fui de Venezuela en enero del 2002 y cuando regresé de visita en diciembre encontré un país diferente. No sólo los médicos que ahora manejan taxis son antichavistas, sino los viejos taxistas también. Los soldados, lejos de proteger a la ciudadanía, atacan a manifestantes pacíficos con gas lacrimógeno y balas de goma. Mis antiguos colegas, atemorizados por sus vidas y el futuro de la nación, participan constantemente en las marchas de la oposición. Más de mil han sido despedidos de PDVSA.

Chávez fue elegido, pero nadie puede considerarlo hoy como un líder democrático, y es emocionante ver que la nación entera apoya el papel que actualmente PDVSA desempeña en la crisis venezolana.

Priscilla West es norteamericana, ex funcionaria de Petróleos de Venezuela.

© AIPE

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