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Ramón Villota Coullaut

Un problema que no es penal

Nos encontramos ante roles asumidos tanto por hombres como por mujeres que normalmente se mantendrán en relaciones posteriores siempre que no se resuelvan sus problemas relacionales (que escapan obviamente al ámbito penal).

La semana pasada se celebró el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer y este fin de semana han matado a una mujer en Pontevedra, lo que demuestra que esta triste situación está lejos de resolverse. Pero los sucesos de Pontevedra también nos acercan al problema real, totalmente alejado de la autocomplacencia: un preso que tenía pulsera de control para evitar que se acerque a menos de 500 metros de su anterior esposa sale con permiso el fin de semana y se traslada al domicilio de su novia actual a la que mata. Más tarde, se cambia de población e intenta agredir a su anterior esposa –la que debiera gozar de protección–, y al no encontrarla hiere de gravedad a dos de los vecinos que testificaron en contra suya durante el juicio. Y finalmente, también agrede a uno de los policías que lo consiguió detener.

Aquí nos encontramos, primero, con un maltratador que tiene un nueva pareja, que en ningún momento le había denunciado y que incluso acudía a visitarle al centro penitenciario con regularidad. Aun así, es muy posible que realmente sí hubiera antecedentes de violencia doméstica en esta nueva relación, un fenómeno más frecuente de lo que podría parecer. Y es que nos encontramos ante roles asumidos tanto por hombres como por mujeres que normalmente se mantendrán en relaciones posteriores siempre que no resuelvan sus problemas relacionales (que escapan obviamente al ámbito penal).

El segundo problema es la respuesta penal que se da a estas situaciones. Ahora se está hablando de las pulseras de control para evitar las agresiones, pero nadie se da cuenta de que tienen un efecto limitado: en este caso no se activó cuando entró en la zona de exclusión. En la práctica, una orden de protección implica que la policía de la zona donde vive la víctima debe tomar unas medidas de protección, pero ninguna de ellas será totalmente eficaz si no existe un trabajo previo con el agresor, la víctima y su entorno para evitar que el acoso se repita a lo largo del tiempo.

A este agresor le quedaban por cumplir sólo 20 días de los más de dos años a lo que fue condenado y estaba disfrutando de un permiso de cuatro días. Es decir, en dos años enteros el centro penitenciario fracasó en facilitar su reinserción social, de modo que el único efecto que tuvo su paso por la cárcel fue retrasar la acción de venganza que ya tenía planeada. Y es aquí donde está el auténtico problema: la existencia de unas conductas sociales incompatibles con la sociedad actual, y que sólo pueden combatirse mediante una adecuada labor de prevención y con tratamientos penitenciarios efectivos.

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