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Raúl Vilas

¿Qué puñetas hace Casado?

Tengo a Casado por una persona inteligente por eso me resulta incomprensible que no midiese el efecto tan negativo del cambalache para su partido.

Tengo a Casado por una persona inteligente por eso me resulta incomprensible que no midiese el efecto tan negativo del cambalache para su partido.
Cordon Press

Con todas las reservas que los años de observador de la vida política me imponen y con la capacidad de entusiasmo por quienes en ella participan prácticamente agotada, fui de los que pensé, cuando el insoportable calor mesetario todavía apretaba, que la victoria de Pablo Casado en el congreso del PP era una buena noticia para España.

Cualquier nación moderna, civilizada y próspera necesita un sistema de partidos que permita representar con cierta eficacia, ninguno es perfecto, las diferentes ideologías que conviven en la sociedad. En los últimos años hemos visto como el modelo de dos grandes partidos (de centroizquierda y de centroderecha) que había funcionado con éxito desde el fin de la II Guerra Mundial se resquebraja en Europa con la irrupción de nuevos partidos, que la prensa ha metido en un cajón de sastre bajo la etiqueta de populismo, en el que todo cabe.

En España arrastramos un problema anterior a esta crisis política derivada en Europa fundamentalmente de la crisis económica y el frustrante desarrollo de una Unión Europea cada vez más alejada de su espíritu fundacional y convertida en un mastodonte burocrático que genera más problemas de los que resuelve. Hay que retrotraerse al año 2008 y al viraje, cristalizado en el Congreso del PP celebrado en Valencia, que Mariano Rajoy dio a su política al regresar de aquel extraño viaje a México tras su segunda derrota electoral contra Rodríguez Zapatero. El PP renunció entonces a lo que había sido, desde su fundación, su razón de ser: representar a la derecha española. ¡Los liberales y los conservadores que se vayan! bramó Rajoy en un acto en Elche los días previos al citado congreso. Y vaya si se fueron. No quedó ni rastro de esas ideas. Diez años ha estado la derecha española huérfana de representación, viendo cómo el PP renunciaba a toda confrontación con la izquierda, subía los impuestos más de lo que pedía Izquierda Unida y tragaba con la liberticida Ley de Memoria Histórica o participaba del asqueroso enjuague con la ETA.

Si esto, que media nación carezca de una representación política real, ya es una muy grave anomalía en un momento de normalidad, lo es mucho más con un golpe de Estado en marcha y en la mayor crisis institucional desde la Transición. Cabría preguntarse si estaríamos en esta situación, los datos de la fuga de jueces de Cataluña son un espeluznante síntoma de hasta qué punto se está deteriorando el sistema democrático español, si el PP no hubiese abandonado su principal cometido durante tantos años. La respuesta es más que probablemente que no. Una década en política es una eternidad y de ahí la importancia simbólica que algunos dimos al triunfo de Pablo Casado ante Soraya Sáenz de Santamaría, paradigma de lo peor del peor marianismo.

En este contexto, la noticia del infame acuerdo para el reparto de vocales del Consejo General del Poder Judicial, pactado por el PP con el Gobierno de Sánchez –al que el propio Casado corresponsabilizó, con acierto, del golpe en Cataluña-- y sus socios podemitas ha caído en el ámbito de la derecha como un jarro de agua fría y resulta del todo incomprensible.

Pablo Casado había protagonizado en las últimas semanas brillantes intervenciones parlamentarias, en tándem con Albert Rivera, en las que logró acorralar a Míster Falcon. Pudiendo bloquear junto a Ciudadanos la renovación del CGPJ, el PP se ha prestado al indigno cambalache que entrega el control de la Justicia a una izquierda enloquecida y absolutamente desleal, que trabaja decidida para llevarse por delante lo que llaman "el régimen del 78", la concordia entre españoles y a la Nación misma; y por si fuera poco cambia al que iba a ser el ponente de la sentencia del juicio contra los golpistas, que no era del gusto de los separatistas, para colocar a otro de un perfil "más progresista". Un pacto, para más inri, pergeñado por dos personajes siniestros como la cloaquera Dolores Delgado y Rafael Catalá, ambos reprobados como ministros de Justicia y que han puesto en pie de guerra a todos los estamentos judiciales por su nefasta gestión y sus constantes intromisiones.

Incomprensible, porque nadie del PP ha dado una explicación mínimamente justificada con argumentos sólidos. Quizás les dé vergüenza admitir que les importa más blindarse, colocando a Marchena en la presidencia del Supremo, de cara a futuros casos de corrupción que el resultado de un juicio transcendental que marcará el futuro inmediato de nuestra Nación. Ni al más ingenuo de los observadores de la política patria se le escapa que esta modificación del tribunal que va a juzgar el caso más importante de los últimos 40 años no es inocua.

Incomprensible, porque acabar con la anticonstitucional politización de la justicia –instaurada por Alfonso Guerra, el asesino de Montesquieu, en 1984– siempre fue una de las banderas de ese PP auténtico, el de José María Aznar, al que tan hábilmente apeló Casado durante la campaña interna y que, en buena medida, fue el factor principal que le aupó a la presidencia del PP. Es cierto que ya Aznar abandonó este propósito con aquel pacto por la Justicia firmado por José María Michavila y Juan Fernando López Aguilar, pero también lo es que el PP lo volvió a incluir en sus posteriores programas electorales. Conviene recordar la frase de Alberto Ruiz Gallardón tras tomar posesión como ministro de Justicia en el año 2012: "Vamos a acabar con el obsceno espectáculo de ver a políticos nombrando a los jueces que pueden juzgar a esos políticos". Pocos meses después se repetía la historia de Michavila y López Aguilar.

Tengo a Pablo Casado por una persona inteligente por eso me resulta incomprensible que no midiese el efecto tan negativo para su partido como beneficioso para sus competidores (Ciudadanos y VOX), que no viese la oportunidad de marcar un antes y un después en la conducta reciente del PP y cortar de raíz uno de sus peores vicios, que no supiese calibrar el alcance de este movimiento con el juicio de los golpistas a punto de celebrarse. Cabe la hipótesis del chantaje o, como comentábamos antes, del miedo a futuros casos de corrupción, pero no es la única. ¿Qué pintaba Catalá negociando el acuerdo? Parece que Pablo Casado sea presidente del partido sólo los miércoles en las sesiones de control al Gobierno y en los mítines y actos partidarios; y parece también que Teodoro García Egea más que de secretario general ejerce de portavoz cualificado, cuya única misión es dar la cara por Casado en los medios de comunicación. Si no, ¿cómo se explica que no le hayan cortado la cabeza al pésimo candidato andaluz, que apoyó a Soraya, y el mismo día que comienza la campaña electoral filtren a la prensa que temen un desastre y que tienen dudas sobre el futuro de Juanma Moreno? Un partido tan grande como el PP es un monstruo lleno de tentáculos. O lo sometes con mano de hierro y sin contemplaciones o te devora. Todo hace indicar que el partido se está dando un banquete con Casado y García Egea de platos principales.

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