El terrible terremoto que azotó el sábado 13 de enero a El Salvador así como las cruciales tareas de recuperación moral, social y económica dejaron en un remoto segundo plano el asunto de la “dolarización” en ese país. De visita en El Salvador, observo no sólo el ejemplar empeño de un pueblo por salir adelante frente a la adversidad (y vaya que los salvadoreños saben algo de esto), sino que tengo la oportunidad de conversar con funcionarios del gobierno, empresarios, colegas periodistas y muchos ciudadanos comunes. Estas charlas me han dejado varias inquietudes que vale la pena compartir.
Cuidado con el encono social y con las discrepancias “ideológicas” no resueltas. A riesgo de ser desmentido por algunos amigos salvadoreños, me atrevo a decir que la paz formal llegó a ese país, dividido por una guerra civil que duró más de una década, pero que las heridas no fueron plenamente curadas. La violencia abierta y brutal de la guerra desapareció hace años en el Salvador con los acuerdos de paz firmados en México, pero es fácil advertir, en estos momentos de emergencia nacional, que para ciertos grupos y personas de las elites políticas, discrepancias aparentemente irresolubles siguen en pie.
Esta memoria de los enfrentamientos del pasado sigue presente en algunas discusiones que se ventilan en los medios de comunicación. Los extremismos pareciera que se despertaron junto con el terremoto.
Pueden ser sólo manifestaciones aisladas o de “grupitos”, pero se trata de manifestaciones influyentes dentro y fuera del gobierno. Unos acusan al gobierno de haber sido “excluyente” en el diseño de las tareas de reconstrucción tras el terremoto (digamos, con el esquematismo habitual, que estos acusadores son “la izquierda”); otros, dentro y fuera del gobierno, acusan a su vez a “la izquierda” de alimentar el odio e incluso de boicotear, con sus denuncias y acusaciones, la reconstrucción tras el terremoto. Estos últimos acusadores son, a su vez, calificados de “la extrema derecha” por sus adversarios.
No son discusiones comedidas, ni se trata de acusaciones menores. Ciertamente, pueden causar muchos problemas a un pueblo que pareciera haber recibido una dosis excesiva, casi intolerable, de sufrimiento en los últimos años.
Por lo pronto, al extranjero le sorprende que a la menor provocación se hable de conspiraciones de comunistas que siguen añorando la dictadura del proletariado o de rudos y fanáticos extremistas de derecha que desearían que sus adversarios desaparecieran de la faz de la tierra.
Pero no sorprende tanto el asunto cuando se reviven los recuerdos de la guerra: a éste, los de “la derecha” le mataron al hermano; el otro, por su parte, recuerda vívidamente las atrocidades de una guerrilla de inspiración marxista que, a su juicio, puso en jaque al país y en la que el exterminio de adversarios ideológicos, reales o supuestos, ni siquiera respetó a los propios compañeros de armas.
Todo eso, gracias a Dios, quedó atrás. Pero las heridas, es difícil saber por cuántos años, siguen ahí. Como cuentas pendientes que tal vez no se cobrarán con tiros ni con violencia física, pero que se traducen en un insólito encono social.
El 21 de enero, el presidente Francisco Flores en un mensaje a la nación hizo una sugestiva reflexión sobre el asunto. Para Flores hoy es imprescindible que el duelo de las pérdidas del terremoto sea vivido plenamente (“procesado” dirían los psicólogos con su lenguaje de mecanismos y funciones). El mismo Flores reconoció en ese discurso del domingo que la paz llegó a El Salvador, tras 13 años de guerra civil, de golpe, como un corte histórico, sin haber vivido el duelo (y la reconciliación) por todas las pérdidas que causó.
Aleccionador para el resto de América Latina. Algo en lo que podrían meditar algunos fundamentalistas que siguen viendo a sus adversarios políticos como “enemigos históricos” con los que está prohibido cooperar, dialogar, ceder, negociar o razonar.
© AIPE
El mexicano Ricardo Medina Macías ha escrito este análisis desde San Salvador.
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