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Ricardo Medina Macías

Las siete libras de alquiler

Los románticos de la política deberían leer más historia y menos manuales voluntariosos. La política real es más un asunto de cálculos y avances penosos, que una epopeya de héroes contra villanos.
           
En la primera mitad del siglo XIX, en Inglaterra, se esperaba todo de la reforma electoral que extendería el número de votantes. Eran tales las expectativas que el escritor Sidney Smith ironizó: “Todas las solteras saben que apenas se vote la ley encontrarán marido. Los estudiantes creen que se abolirán los versos latinos y que bajará el precio de los pasteles. El cabo y el sargento están seguros de cobrar doble paga. Los malos poetas esperan que leerán sus poemas... Y los tontos quedarán desilusionados como siempre”.
           
En realidad se hizo una buena reforma, a empellones y venciendo la férrea resistencia de los poderosos conservadores que veían amenazados sus privilegios. Una buena reforma, para aquella época, que consintió en dar mayor representación a la emergente clase media y a las ciudades, pero que estaba aún muy lejos del voto universal y secreto.
           
Sorprende al lector contemporáneo que esa tímida reforma, aunque en el camino correcto hacia la democracia que hoy conocemos, haya estado a punto de ocasionar una guerra civil. La ley de esa reforma electoral fue aprobada el 4 de junio de 1832. Escribe André Maurois en su espléndida “Historia de Inglaterra” que con la nueva ley “los whigs habían servido sus intereses de partido sin arriesgar sus intereses de clase”.
 
Veinte años más tarde, en 1852, los clamores por más avances electorales resurgieron. De nuevo, “la reforma” fue motivo de vivo interés en los periódicos y Punch caricaturizaba la actitud de los políticos, que querían para sí los beneficios pero para sus adversarios los eventuales costos, como imprudentes domadores que deseaban despertar a un león dormido –la reforma electoral– con barras de hierro al rojo vivo.
           
Esto dio lugar a divertidas propuestas de reforma por parte de los dos partidos principales. Los tories –conservadores– proponían dar el voto a todo elector que pagase más de diez libras de alquiler. Los whigs, fingiendo indignación, dijeron que eso era una vergüenza y que el voto debería darse a partir de las ocho libras de alquiler. La subasta siguió y un parlamento whig propuso que el voto empezase a partir de las siete libras de alquiler.
           
Fue un escándalo. El brillante Benjamín Disraeli afirmó que eso sería entregar Inglaterra a los peligros de la demagogia. Todos, en el fondo, hacían cálculos sobre cuál propuesta se traduciría en más victorias electorales para sus respectivos partidos. Molesto, Gladstone reprochó a quienes consultaban las estadísticas midiendo sus posibles réditos electorales: “Las personas a quienes se aplican estas observaciones son nuestros hermanos... de nuestra propia carne y de nuestra propia sangre”. Mordaz, un tory le preguntó: “¿Por qué nuestras propias carne y sangre se detienen en las siete libras de alquiler?”.
 
Así pues, más paciencia y menos ilusiones románticas que todo llegará. Tarde, pero llegará.
 
© AIPE
 
Ricardo Medina Macías es analista político mexicano.
 

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