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Ricardo Medina Macías

Los ganadores del populismo

El problema de las ilusiones es que, como decía Manuel Gómez Morín, dejan una cauda de desilusionados. La no-lógica del populismo desemboca, en el mundo real, en la desilusión. El destino de todos los idealismos, incluidos los más materialistas como el marxismo es generar lo contrario de lo que dicen desear.
 
En el mundo de la ilusión populista se postula una sociedad feliz, igualitaria en sus resultados. En el mundo real, el populismo agudiza las desigualdades sociales, crea monstruos –institucionales, jurídicos, de política económica–, que transfieren cada vez más recursos de quienes menos tienen a quienes más tienen. Como la herramienta favorita de las políticas populistas, para tratar de torcer la implacable lógica del mundo real y objetivo, es el dinero público, las políticas fiscales del populismo proponen derogar las leyes (relaciones causa-efecto) del mundo de la economía.
 
Ya se ha dicho que el primer dato básico de la economía –de hecho, la justificación de la existencia misma de la economía– es la escasez. En un mundo de abundancia infinita, la economía sería una ociosidad absurda. La no-lógica del populismo empieza por la negación de la escasez como dato objetivo. A partir de esa negación, el populismo prosigue negando todas las leyes causales que se derivan de la escasez y postula que la voluntad política de quien tiene el poder es capaz de crear recursos literalmente de la nada.
 
Durante el siglo pasado, el keynesianismo, especialmente en sus versiones más simples y mecanicistas, le dio visos de credibilidad científica a esa ilusión populista, otorgando al gasto deficitario del gobierno la capacidad de producir el pleno empleo, que por cierto se vuelve -en la retórica arrogante de este keynesianismo- en un sucedáneo de la felicidad colectiva.
 
La vulgarización política de este keynesianismo encuentra su mejor expresión en el populismo. La tragedia –que no deja de tener un aire de amarga justicia poética– es que inevitablemente el populismo consigue lo que dice detestar: mayor injusticia y una distribución del ingreso cada vez más regresiva.
 
No son los trabajadores –cuyos salarios se evaporan gracias a la irresponsabilidad fiscal–, quienes ganan con el populismo, sino quienes se ostentan como sus líderes, así como los dueños de ciertas empresas que se benefician de las sucesivas caídas en los salarios reales y de las protecciones fiscales (y comerciales) que los gobiernos populistas crean en nombre del igualitarismo.
 
No son los pobres, sino sus defensores oficiosos bien pagados con dinero público, quienes obtienen cuantiosas rentas del populismo. No son los pobres quienes obtienen grandes subsidios, por ejemplo, de las exenciones tributarias al consumo, sino aquellos que más tienen porque son quienes más consumen. Pero la persistencia y el agravamiento de la injusticia –causada por el populismo– se convierte en el mejor estímulo para nuevas dosis de populismo y de ilusión.
 
El opio de los miserables. La ilusión de un mundo sin ilusiones. No, viejo Marx, no es la religión. Es el populismo, una excrescencia ideológica –por cierto– del desprestigiado marxismo.
 
© AIPE
 
Ricardo Medina Macías es analista político mexicano.

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