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Robert J. Barro

Bush necesita nuevos asesores económicos

Cuando de asesoría y experiencia se trata, los economistas del gobierno de Bush están muy por debajo de sus asesores en materia de seguridad. En otras palabras, O’Neill-Lindsey no son Rumsfeld–Cheney. Paul O’Neill dice lo que piensa y fue un buen presidente de empresa, pero no cuenta con las habilidades financieras y económicas requeridas por un secretario del Tesoro. Lawrence Lindsay, asistente del presidente en política económica, nunca fue un economista firme y siempre me preocupó que el presidente se apoyara en él.

Admito que una vez escribí una columna diciendo que los resultados económicos no guardan relación con las credenciales de los principales asesores económicos del Gobierno. Pero en la actualidad se requiere un cambio y dentro del mismo Gobierno hay buenos candidatos, como Glenn Hubbard (presidente del Consejo de Asesores Económicos) y John Taylor (subsecretario del Tesoro para asuntos internacionales).

Luego de la muy loable reducción de impuestos, las políticas económicas de la Administración Bush han sido bastante malas. La más obvia fue su posición proteccionista: aranceles al acero, grandes subsidios a la agricultura y barreras a la importación de madera del Canadá demuestran que prevalecieron las ventajas políticas momentáneas sobre lo que realmente conviene a la economía nacional. Sorprendentemente, luego de instrumentar ese proteccionismo, ahora la Administración busca acuerdos de libre comercio, habiendo destruido su credibilidad.

La Administración tampoco tiene disciplina fiscal. Por ejemplo, Bush empujó una ley extravagante de educación. En Medicare (cobertura médica para los ancianos), la administración adoptó la posición de los contrarios, al debatir las formas de los nuevos programas de medicinas con prescripción, en lugar de tratar de reducir el gasto total del programa. El presidente creó un nuevo ministerio de Seguridad Interna, continuando así el crecimiento del Gobierno Federal. Mejor hubiera sido eliminar ministerios, como el de Educación y el de Transporte. La estrategia parece querer predecir la posición de los demócratas para anunciarla antes que ellos.

La Casa Blanca también aceptó la reacción del Partido Demócrata a los escándalos empresariales, firmando la ley Sabarnes-Oxley. Se trata de una ley inocua que poco o nada haría en reducir los problemas financieros confrontados por las empresas de alta tecnología. Tomemos como ejemplo WorldCom y la presentación contable de 3.800 millones de dólares como inversiones en vez de gastos. Una información más transparente hubiera provocado una caída anterior del valor de sus acciones, como también de la declaración de quiebra. Pero hubieran sido los mismos quienes hubieran perdido más o menos las mismas cantidades de dinero. El problema verdadero es que WorldCom había invertido demasiado en su red telefónica, la cual ahora vale una fracción de su costo. La razón de su colapso no fueron las trampas contables ni la voracidad empresarial, sino sus errores estratégicos. Y en cuanto a voracidad empresarial, no se descubrió en el año 2002, sino que siempre ha sido una constante.

Si uno quiere tomar en cuenta las políticas gubernamentales que realmente impactaron a WorldCom habría que remontarse al rechazo por parte de la Unión Europea y del Departamento de Justicia, en junio del año 2000, de la fusión con Sprint. Es risible que los gobiernos estuviesen preocupados con las posibles consecuencias negativas en la competitividad de los servicios de Internet y de las comunicaciones telefónicas de larga distancia. Ahora, ante el dramático exceso de capacidad instalada, los precios son demasiado bajos para lograr utilidades y, presumiblemente, la burocracia reguladora estaría feliz de permitir que Sprint o AT&T –ambas financieramente debilitadas– absorbieran a WorldCom. De hecho, sería una buena política económica si Estados Unidos y la Unión Europea cerraran sus agencias antimonopolios.

En el pasado he escrito bastante sobre el “índice de miseria” que engloban la inflación, el desempleo, las tasas de interés y el crecimiento del PIB. Bajo la administración Bush, hasta el segundo trimestre de este año, el nivel de inflación ha sido bueno (1,9% comparado con 3,7% al fin de la administración anterior). Con el desempleo nos ha ido mal (5,1% en promedio contra 4,2% antes); los intereses están bien (4,7% en los bonos del Tesoro a 20 años, contra 5%) y el crecimiento económico ha sido débil (1% contra el promedio a largo plazo de 3,1%). Englobando todas estas estadísticas, el gobierno de Bush se coloca en el puesto número 8 (justo después de su padre) entre los 14 gobiernos que hemos tenido desde el segundo período de Harry Truman.

Está claro que el Gobierno tiene que hacer más por mejorar sus políticas económicas. Un cambio de los principales asesores puede ayudar, pero el Gobierno principalmente tiene que actuar sobre la base de principios económicos sólidos, en vez de estar haciendo peripecias y maniobras politiqueras.

Robert J. Barro es profesor de Economía de la Universidad de Harvard y académico de la Hoover Institution.

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