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Roberto Salinas León

Inocentadas económicas

¿Estamos dispuestos a pensar en serio sobre las consecuencias de vivir en un mundo de escasez, donde la riqueza hay que crearla antes de repartirla? ¿O estamos condenados al subdesarrollo mental y a debatir los mismos temas año tras año?

La economía parece estar condenada a permanecer en una eterna disyuntiva entre los resultados de investigaciones analíticas sobre el fenómeno de la escasez (razón por la cual la economía estudia cómo economizar) y el romance de la política, donde funcionarios y políticos suelen interpretar la economía como un instrumento para dirigir, orientar y repartir recursos con fines preconcebidos y flamantes promesas de campaña electoral.

Esto ha derivado en una serie de propuestas que se repiten ad nauseam y que ya forman parte de la sabiduría convencional en los debates, tanto políticos como populares. Una de las inocentadas más sonantes que persiste en los medios, entre empresarios y especialmente entre políticos, a pesar de la brutal evidencia en su contra es que la estrategia de reducir la inflación y consolidar un clima de estabilidad de precios se ha logrado en México a costa de un bajo crecimiento y de una acelerada pérdida de competitividad.

Esta versión tropical de la famosa curva de Phillips implica que para crecer y para generar empleo tenemos que sacrificar la austeridad, reconsiderando el papel del banco central como garante del poder adquisitivo de la moneda. Y esto se repite como si fuese ciencia exacta, incluso como un dogma de religión y prioridad económica. Otra inocentada que se deriva del mismo dogma es que, al reducir la inflación, se ha acelerado la apreciación de la moneda y, con ello, la sobrevaluación del peso frente al dólar. Entonces resulta rarísimo que gocemos de un superávit comercial con Estados Unidos.

Supuestamente, para ser competitivos habría que idear un esquema de ingeniería cambiaria basado en depreciaciones controladas, que arrojen mayor empleo y mayor crecimiento. Ese dogma ha sobrevivido toda la experiencia con el sistema de flotación. Además, es contradictorio: si hay mayor crecimiento, mayor inversión, habrá una revalorización de la cotización del clima mexicano de inversión, lo cual se refleja en una apreciación del tipo de cambio. Si algo vale más es porque se revalúa, no porque se devalúa. Así lo avalan los resultados en los últimos treinta años: las potencias exportadoras del mundo han vivido un proceso sistemático de apreciación cambiaria.

En las palabras de Donald Brash, arquitecto de la política de estabilidad monetaria en Nueva Zelanda, hoy una de las economías más competitivas del mundo: "si se quiere fortalecer el salario real, la implicación es que a pesar de ello, los exportadores podrán seguir desafiando a las importaciones, o compitiendo en el exterior al tipo de cambio prevaleciente, y que podrán hacerlo a pesar de aumentos salariales. Si desean una depreciación del tipo de cambio, implican que desean reducir los salarios reales. No pueden afirmar que pretenden ambas cosas: un tipo de cambio depreciado y mejores salarios o, al menos, no lo pueden afirmar con seriedad".

Puede también tratarse de una inocentada desconocer los principios del coste de oportunidad, de las ventajas comparativas o del papel de los incentivos en un mundo de escasez. Así, una inocentada suprema es pensar que los problemas económicos actuales se solucionan con recursos públicos y una mayor distribución de la riqueza. ¿Acaso el ogro filantrópico hace siempre mejor las cosas que los particulares comunes y corrientes?

¿Estamos dispuestos a pensar en serio sobre las consecuencias de vivir en un mundo de escasez, donde la riqueza hay que crearla antes de repartirla? ¿O estamos condenados al subdesarrollo mental y a debatir los mismos temas año tras año?

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