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Rubén Loza Aguerrebere

El Borges uruguayo

Observa Carlos Fuentes que es una de los fundadores de la modernidad literaria iberoamericana. Me refiero a Felisberto Hernández, el más original de los escritores rioplantenses, junto con Borges. Nació en Montevideo en 1902 y murió en esta misma ciudad hace cuarenta años. Entre esos extremos se desarrolló su vida singular. Fue pianista ambulante y concertista en Montevideo y Buenos Aires donde llegó a ejecutar “Petrouchka” de Stravinsky. Y, al fin, escritor. Debutó, no podía ser de otra manera, con un libro llamado “Libro sin tapas”, que, por cierto, no tenía carátula.
 
Felisberto Hernández goza hoy de amplia resonancia. Hay ediciones de sus “Obras Completas”, una antología italiana (“Nessuno accedenva le lampade”, de Einaudi) prologada por Italo Calvino y otra francesa (“Les Hortenses”) presentada por Julio Cortázar. Suele ser figura habitual de seminarios internacionales. Más no se puede pedir. Por cierto, jamás lo imaginó. Ni en sueños.
 
Su vida fue humilde, sencilla, pintoresca, triste. Un personaje escapado de cualquiera de sus historias. Niño, estudió el piano con Clemente Colling, a quien evocó en uno de sus relatos. En los días de juventud (niño grande) tocó en cafetines de Montevideo, en cinematógrafos acompañando películas mudas, también músico ambulante y dando conciertos en casi todos los pueblos y ciudades de Uruguay. Le acompañaba, entonces, un recitador de temas gauchescos, Yamandú Rodríguez, que era más famoso que él, naturalmente, por aquellos lejanos días.
 
Se casó cuatro veces. Una de sus esposas fue la pintora Amalia Nieto, otra la pedagoga Reyna Reyes. Y estuvo vinculado sentimentalmente con la escritora Paulina Medeiros, quien en 1974 publicó un libro algo escandaloso sobre sus relaciones con Felisberto Hernández.
           
Entre 1925 a 1941 hizo publicaciones en diarios y unos libros en imprentas de pueblo; desde 1941 a 1946, escribió dos narraciones extensas, que definieron su mundo literario, cuyo sello es el humor y la fantasía; finalmente, desde 1947 a 1960, entre los libros “Nadie encendía las lámparas” y “La casa inundada”, están sus cuentos antologicos, habitados, como dice Andrés Trapiello, por “hombres desencuadernados”.
 
En el prólogo para La casa inundada escribió Julio Cortázar: “...cada uno de sus relatos tiene la terrible fuerza de instalar al lector en el Uruguay de su tiempo, y a mí me basta releerlos para sentirme otra vez en las calles montevideanas, en los cafés y los hoteles y los pueblos del interior donde todo se da como a desgano, como él daría esos conciertos de piano llenos de polillas y cuentas sin pagar y trajes alquilados. ¿Debe pedírsele más a un narrador capaz de aliar lo cotidiano con lo excepcional al punto de mostrar que pueden ser la misma cosa?”.
           
No; creo que es más que suficiente para soñar con los ojos abiertos, con estas fantasías que se han hecho realidad a cuatro décadas de su adiós.
 

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