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Santiago Navajas

Yonquis del poder

Tras su planta apolínea, el personaje que mejor encarna lo que significa la obsesión delirante de Sánchez por el poder es Gollum.

Tras su planta apolínea, el personaje que mejor encarna lo que significa la obsesión delirante de Sánchez por el poder es Gollum.
Pedro Sánchez e Irene Montero en el acto conmemorativo del Día Internacional de las Mujeres organizado por el Ministerio de Igualdad. | EFE

Como es bien sabido, no hay drogas más adictivas que la heroína y el poder. No necesariamente en ese orden. "¿Quién necesita razones cuando tiene heroína? Lo es todo", explicaba el yonqui protagonista en Trainspotting, la película de Danny Boyle sobre el lumpen juvenil de Glasgow. En otra película actualmente en cartelera, Promesas de París, una alcaldesa provinciana (magnífica Isabelle Huppert, valga la redundancia), hasta ese momento honesta y comprometida, es tentada con un cargo de ministra. Apenas llega a rozar los fatos y oropeles del Hôtel de Matignon, sede del Primer Ministro del majestuoso gobierno republicano, pero se despierta en ella una ambición desmesurada que la lleva a traicionar todos sus principios, además de dejar en la estacada a amigos, aliados y votantes. A sus conocidos le resulta inexplicable su cambio de posición, pero ¿quién necesita razones cuando tiene poder?

En el actual panorama español tenemos dos yonquis del poder. Pedro Sánchez no es que no tenga principios, es que ni siquiera tiene identidad. Como reconoció Carmen Calvo, lo que hubiese dicho Pedro candidato no tiene ninguna ligazón con lo que pueda hacer Sánchez presidente porque son dos personas distintas. Si las promesas de París se las lleva el viento, las promesas de Madrid no valen absolutamente nada cuando su fuente es la Moncloa. Tras su planta apolínea, el personaje que mejor encarna lo que significa la obsesión delirante de Sánchez por el poder es Gollum, el hobbit deformado por la ambición de poder en El señor de los anillos. Como un émulo de Dorian Gray, podemos imaginar a Sánchez mirándose en un espejo que le devuelve no la imagen rutilante que le sirve para encandilar a las nietas adolescentes de Joe Biden, sino un monstruo moral desfigurado por la traición (véase el Sahara), la servidumbre (véase Biden) y la abyección (véase Bildu).

Irene Montero también es una yonqui del poder, pero en una modalidad diferente, aunque igualmente peligrosa. Hubo quien llegó a sentir pena por ella tras ser públicamente humillada y ofendida por la portavoz socialista del gobierno. Pero mientras se ríen de ella, ha conseguido sacar adelante las dos leyes más ideológicas del gobierno, la del "sí es sí" y la "ley trans", consiguiendo llevarse en el camino a la todopoderosa Carmen Calvo y reduciendo a las clásicas feministas socialistas, como Amelia Valcárcel, al cliché de ser unas tránsfobas, el equivalente posmoderno a que en la Unión Soviética se te calificase de "revisionista", dándoles un pasaporte para el gulag milenial contemporáneo, más conocido popularmente por cordón sanitario y cancelamiento.

Mientras Sánchez ansía el poder por el poder, Montero es capaz de sacrificar cualquier atisbo de dignidad para seguir en el poder para alcanzar sus principios ideológicos. Ambos constituyen una imagen chateaubriandesca: el nihilismo dándole el brazo al fanatismo. El común de los mortales se sorprenden cuando aparecen estos yonquis del poder como Sánchez o Montero, porque parece imposible que un ser humano en sus cabales alcance tal grado de infamia, indignidad y degradación personal. Pero parafraseando a uno de los héroes heroinómanos de Trainspotting, para ellos el chute de poder resulta mejor que el mejor de los orgasmos que se pueda alcanzar. Ni multiplicando el orgasmo por mil, alguien fuera de la política podría acercar a rozar esa sensación de estar convertido en un ser todopoderoso, muy cerca de la inmortalidad. En la mente del yonqui del poder, digamos Sánchez o Montero, solo hay una sola preocupación: "Pillar".

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