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Serafín Fanjul

Alacranes colaterales

De poco vale disponer de las fragatas más modernas del mundo y de pequeñas unidades bien adiestradas: la moral de las tropas se esfuma cuando pierden la confianza en los mandos.

Les tienen pillados por los convolutos, en sentido literal. Este circo bochornoso que es España a diario viene de la corrupción y de la incompetencia, que no es sino una variante de la primera: situar en puestos de responsabilidad a incapaces cuya fidelidad – o más bien sumisión– al jefe está fuera de toda duda o discusión (les va el cargo en el asunto, con las utilidades que conlleva). Desde la nueva rendición ante los piratas –con la aprobación de una mayoría de españoles, según los palmeros del Gobierno y puede ser cierto– cada mañana nos despertamos con una ignominia nueva, o vieja, porque en realidad es siempre la misma: la carencia absoluta de vergüenza de nuestros representantes políticos. Un diputado granadino propone –y su panda aprueba– compensar económicamente a los moriscos (enseguida comprendimos a qué se refería); otro día montan la trifulca de los crucifijos, que no es inocente; la activista saharaui Amina Haydar pone de manifiesto, por enésima vez, la endeblez y cobardía de nuestra política exterior; Inglaterra nos da otra patada en el trasero a través de su pie gibraltareño; secuestran a los turistas solidarios catalanes en Mauritania, sin que nadie tenga la menor idea de qué hacer... Que no decaiga.

Tal vez algún lector pensara a propósito de nuestro anterior artículo en Libertad Digital que recordar a Fernando VII y la perruna adhesión que suscitaba era irse demasiado lejos. Dejando al margen que se han cumplido las previsiones que adelantábamos en cuanto a triunfalismo y fanfarria, exhibición desvergonzada de miedo disfrazado de pragmatismo y cohorte de periodistas cantando hosannas a los méritos de la rendición preventiva, hay aspectos muy dañinos, en cuanto vaticinábamos, contra una institución en particular: el Ejército. Y no nos las damos de profetas, porque España, en contra de lo que mucho se asegura, es un país perfectamente previsible, para lo malo.

Además de todo lo dicho sobre órdenes de inacción contra los piratas, de imposición de pasividad culposa y de una ridícula traca final protagonizada por el Jemad –¿con qué autoridad moral podrá dar órdenes este señor en lo sucesivo a sus subordinados?– leyendo el comunicado patrocinado por la Chacón, esa patriota, corren rumores acerca de sanciones al militar que hirió al pirata luego capturado. De confirmarse –perdonen la insistencia– nos retrotraemos a 1808 y a las vergonzosas circunstancias que rodearon al 2 de mayo, peores que la bestialidad de Murat o la innoble perfidia de Napoleón.

La guarnición de Madrid (unos 4.000 hombres, previamente desprovistos de munición) al mando del general Negrete se quedó al margen del levantamiento popular y la actuación del capitán general de Cataluña, Ezpeleta, aun fue más heroica, pues difundió un escrito contra "un corto número de personas inobedientes a las leyes que ha causado ayer un alboroto en esta Corte" y a continuación instaba "a que sea inalterable la buena armonía con las tropas francesas y a libertar al pueblo baxo de los errores o zelo mal dirigido". Mientras, los Borbones de entonces se plegaban encantados a Napoleón y el Consejo de Castilla (los Rodríguez, Chacones y Moratinos del tiempo) trataba de minimizar el asunto dando cifras de muertos escandalosamente insignificantes: ¿les suena el estilo?

Dejemos la máquina del tiempo y el parangón con el pasado (de momento, todavía, los somalíes no nos han invadido militarmente), pero sólo un ciego por decisión propia no verá que el Gobierno aprovecha cualquier ocasión para postergar, ridiculizar y humillar al ejército en cuanto está en su mano, que es mucho. No es sólo el recorte de presupuestos en forma suicida para nuestro país (¿sabían ustedes que la última Jura de Bandera en la Academia de suboficiales de El Talarn, Lérida, se ha hecho con uniformes de faena por carecerse de presupuesto para los de paseo o gala que corresponderían?), o que falten medios para adquisición de material indispensable. Y etcétera.

Por desgracia, todo eso es bien sabido, pero también nos preocupa –y mucho– que sobre nuestro ejército se ciernan las ominosas sombras de Negrete y Ezpeleta. De poco vale –a los resultados nos remitimos– disponer de las fragatas más modernas del mundo (con tecnología americana, no lo olvidemos), de pequeñas unidades bien adiestradas y de una oficialidad que, milagrosamente, aun no ha caído en la desmoralización que persigue con tenacidad Rodríguez para mejor garantizarse la permanencia en el cargo: la moral de las tropas se esfuma cuando pierden la confianza en los mandos, en todas partes. Un panorama peligroso si ocurre cuando el separatismo catalán se quita la careta, ahora a lo bestia. No pocos españoles miran hacia el descendiente de Carlos IV y Fernando VII y se preguntan, legítimamente, a qué se dedica el jefe del Estado que, no por casualidad, es el jefe de las Fuerzas Armadas. Queremos confiar en los mandos militares y en las instituciones del Estado pero no nos lo ponen fácil: con mera retórica hueca para leer discursos en algunas efemérides no se mantendrán la integridad ni la unidad de España y la picadura de alacrán somalí (o gibraltareño, o marroquí, o de donde sea) puede resultar mortal, aunque, de momento, las comisiones sigan en cobro.

En España

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