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Serafín Fanjul

Castillos en Afganistán

Pacificar Afganistán y –si es posible– democratizarlo un tantito es imprescindible para los afganos pero también para nosotros, para nuestra seguridad y nuestra libertad.

Kabul, antaño urbe magnífica y en la actualidad aldea habitada por una nación de bárbaros, llamados afganos, señores de montes y quebradas. Gentes aguerridas y, en su mayoría, bandoleros...

Así describe el viajero medieval Ibn Battuta, en síntesis perfecta, el paisaje y al paisanaje. Desde los tiempos de Alejandro hasta nuestros días, pasando por la feroz resistencia contra los ingleses y la derrota infligida a los soviéticos, Afganistán ha sido un hueso durísimo de roer. Pero en esta valoración no hay nada de admirativo ni de consideración favorable: se trata de una tierra condenada a la barbarie, al tribalismo y la ignorancia; en la actualidad bajo la superestructura ideológica del Islam y, siempre, sometida a los choques de clanes, los caciques guerreros y el cultivo del opio, que junto con el tráfico de armas y la mísera ganadería ovina, constituyen los pilares económicos de un territorio tan dejado de la mano de Dios como conducido por la de Allah.

Aun pecando de cínicos, cabría añadir que, tal vez, la verdadera cruzada mundial debería tener por lema "Afganistán, para los afganos. Y que les aproveche", pero consideraciones geoestratégicas, el intento de controlar la producción de droga (como se hace en Colombia) y quizás el deseo buenista de mejorar en lo posible la vida social, la educación o la mera higiene de la población, indujeron a la ocupación del país. También el hecho, innegable, de haberse erigido en foco de irradiación terrorista a gran escala: a Bin Láden se le fue la mano en la agresión a Nueva York y Washington.

Los resultados obtenidos en el terreno militar o en el político no han sido gloriosos, aparte del no pequeño de haber derribado el poder salvaje de los talibanes en la capital y en amplias zonas del país, que hoy vuelven a estar en peligro, si dejaron alguna vez de estarlo, en especial Qandahar y las montañosas regiones fronterizas con Pakistán. Sin embargo, la intervención de la OTAN era ineludible, aunque bajo el régimen de Karzai haya continuado la barbarie contra las mujeres que intentan ser periodistas, asistir a la escuela o, simplemente, sustituir el ominoso saco azul por una pañoleta: "Vean, reticentes liberales de Occidente, cuán avanzados somos nosotros", dirán los del shador y el hiyab. Pero bromas a un lado, el ácido contra las caras, las balas o mutilaciones para las que vayan demasiado lejos (tener la osadía de querer ser diputadas, por ejemplo) o, meramente, el marido votando por la mujer son lacras permanentes y no superadas. Alianza de Civilizaciones en estado puro, para entendernos.

No se pasa del Neolítico a la postmodernidad sólo por una intervención venida de fuera, pero alguna vez hay que empezar. Alacranes, cerros pelados y nomadismo completan un panorama cuya brutalidad intentamos, ilusamente, comprender desde Europa, aunque a veces el progre bien pensante de por acá se sorprenda y pase raudo a otra cosa al enterarse, en notita chica de su diario, su Biblia, de que han condenado a muerte a un tipo por apostasía. Claro que el pavoroso incidente viene a corroborar –sonríe suficiente– lo injusto y equivocado del imperialismo promoviendo guerras en el virginal y pastoril espacio del Tercer Mundo, porque a él, lo que le gusta de veras es "Afganistán para los afganos". Con sus lapidaciones, su prohibición de fútbol, canto y hasta ajedrez... Un perfecto parque temático para la observación multicultural a distancia, si bien es menester tragarse el sapo de que de "multi", nada y de cultural, poquito. Zarandajas sin valor para los de la ceja.

Pacificar Afganistán y –si es posible– democratizarlo un tantito es imprescindible para los afganos pero también para nosotros, para nuestra seguridad y nuestra libertad. Es fácil criticar las elecciones que en estos días se celebran en el país, pero, como en el caso de la invasión militar, hay que llevarlas a cabo, con mayor imperiosidad todavía que en Irak donde, a fin de cuentas, no salieron tan mal. Únicamente –y por enésima vez– la debilidad de estas acciones reside en la falta de convicción de nuestro lado, personificada en el momento presente en un presidente de Estados Unidos cuya inmensa talla de charlatán semianalfabeto va quedando dramáticamente al descubierto. La política zigzagueante, de marchas y contramarchas, de poner en duda por la tarde cuanto se hace por la mañana, no es el mejor camino para construir castillos en España, ni en Afganistán, ni en ninguna parte.

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