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Serafín Fanjul

Navidad en guerra

escoceses, alemanes y franceses se identifican en la cruz; comparten liturgia, jaculatorias y creencias; todos se sienten conmovidos por las mismas melodías

Los horrores de la Segunda Guerra Mundial, por su calidad, extensión y volumen, eclipsaron a los de la Primera, que no fueron cortos. El cine de Hollywood, gran heraldo de la cultura del siglo XX, entendió –quizá con razón desde sus puntos de vista comerciales– que a las gentes habían de interesar más los lances sangrientos, las crueldades y los heroísmos de la segunda gran conflagración por su inmediatez y capacidad de impacto y en ellos se fijó de modo casi exclusivo desde 1945. No más en alguna gran película de los cincuenta (Senderos de gloria, de Stanley Kubrick y Kirk Douglas), o más reciente (Largo domingo de noviazgo de Jean-Pierre Jeunet) se apuntaban las miserias de las trincheras de 1914 a 1918, el destrozo de las vidas y por ende la injusticia de la exigencia de responsabilidades sólo a los más débiles (soldados y oficiales de baja graduación) en tanto políticos y mandos demostraban su patriotismo y odio al enemigo en salones bien encerados y sin más armamento que el trinchante para carnes exquisitas. Eran motivos que podían derivar fácilmente hacia la demagogia y los estereotipos elementales y, sin embargo, no se cargaban las tintas demasiado, con lo cual el dramatismo era mayor por resultar más creíble. Resumiendo la cuestión: los 250.000 alemanes y los 300.000 franceses caídos de verdad sólo en la batalla de Verdún por la posesión de un terreno pelado a bombazos y de cuatro o cinco kilómetros cuadrados encontraba su contrapunto en el final de Senderos de gloria con la muchachita alemana prisionera a la que obligan a cantar los franceses y que termina haciéndoles llorar con la preciosa canción popular “Oh, Tannenbaum”, también navideña. Nadie ostentaba más razón que el contrario y la condena se explicitaba sin panfletos, por el mero reflejo de los acontecimientos, dejando un halo de tristeza y una vaga esperanza en la comunicación de penas y zozobras parejas a través de la melodía.

Nos llega ahora una coproducción de varios países europeos (“Feliz Navidad”, de Christian Carion) que nos resitúa en aquellos trágicos momentos de la historia de nuestro continente y nuestra civilización, removiendo las quietas aguas de una Europa demasiado absorta en su propio bienestar y en la ocultación de cuantos episodios negativos vivió. Por todas las partes. Durante demasiados años la exorcización de los demonios familiares se redujo a la condena del nazismo –una obviedad– sin salirse de un limitado elenco de estereotipos cuya reenumeración huelga, a nuestro juicio. Tal vez como ofrenda y aportación a un sentimiento europeo de pertenencia compartida viene este filme a recordarnos nuestro origen común, la identificación automática –todavía, e incluidos los ateos– en un pasado y unos símbolos particulares que se unen y superponen a la general condición humana. Basándose en hechos históricos reales (las treguas navideñas y confraternización consiguiente de las tropas de ambos bandos en la Navidad de 1914 en varios puntos del frente) se urde una historia que rebasa con mucho el dulce cuento de Navidad que también es. Quizás algún detalle resulte inverosímil por excesivo (las invitaciones recíprocas a refugiarse en las trincheras enemigas para librarse de los bombardeos que las artillerías propinan), pero todo podría ser y no desentona.

La película no se circunscribe al tópico pacifista facilón o a la evidente exaltación de Europa como tierra de todos. El eje del argumento y denominador común de todos los implicados prevalece con claridad en las escenas más emocionantes (las de la improvisada y espontánea celebración religiosa cristiana): escoceses, alemanes y franceses se identifican en la cruz; comparten liturgia, jaculatorias y creencias; todos se sienten conmovidos por las mismas melodías (desde el Stille Nacht al Adeste Fidelis) y se corean y acompañan para tocar y cantar al unísono con la misma fe. Se desnudan de la propiedad de Dios en exclusiva (el Gott mit uns, “Dios está con nosotros”, de las hebillas alemanas tiene su homólogo en la apropiación de la divinidad por franceses y británicos para oponerlo al enemigo que hay que exterminar). Y descubren la perogrullada –tan oculta- de que sus gustos son semejantes (intercambian embutidos, aguardientes, chocolate), se muestran las fotos de mujeres e hijos y cuando vuelve la hora de los truenos, tiran al aire. Con tal ambiente no hay guerra posible, porque la identidad común es demasiado fuerte, porque se patentiza con claridad meridiana que todos pertenecen a la misma civilización. El final previsible –también histórico- estaba cantado: disolución de regimientos, castigo de oficiales y la mención, como destino de sancionados, de dos de las mayores batallas de aniquilación de aquella guerra: Verdún y Tannenberg.

Bien es cierto que el instante histórico es anterior al agravamiento cualitativo de la contienda que después vino con la generalización de otras formas de combate más crudas e inclementes, como el empleo de gases y el arrumbamiento de los modos caballerescos entre los oficiales y la sujeción a unas ciertas normas que moderasen un tanto la barbarie de la violencia, algo que más tarde la Convención de Ginebra trataría de recuperar.

La peripecia de la pareja de cantantes protagonistas es irrelevante –aparte del dato histórico de que un tenor alemán cantó para las tropas– excepto en un aspecto nada baladí: los artistas son unos privilegiados que se sirven de unos y otros para obtener un trato de favor, escurrir el bulto, eludir responsabilidades y rematar la faena fugándose para resolver su problema particular, bien mimetizados detrás de grandes palabras y estupendos gestos (“mis minutos duran más que los suyos”, apostrofa al general malo la cantante que luego inducirá a su amante a desertar). Que sean la mujer y el amor quienes desequilibran la balanza en el ánimo del divo no cambia nada las cosas, por tratarse de un tipo humano que conocemos muy bien en los medios intelectuales: oficiales y soldados también tienen esposas y madres y se quedan lejos de ellas, pero el tenor acaba negándoles –tras cantar para ellos de modo tan hermoso– la solidaridad mínima de permanecer al pie del cañón. Nada nuevo. En el fondo no son mejores que los capitostes que maldicen al enemigo frente a un pavo relleno.

Y una pregunta final para la reflexión: ¿habrían sido posibles, serían posibles, unas treguas similares si los oponentes hubieran sido, por ejemplo, cristianos y musulmanes, gentes de civilizaciones tan distantes y tan distintas? ¿Habría bastado la común pertenencia al género humano para obrar el milagro? ¿Sería suficiente el voluntarismo, desde aquí, de negar todo el bagaje cultural y afectivo con que nos ha marcado el cristianismo? Yo no tengo una respuesta clara: a ver si el Oráculo de La Moncloa me resuelve las dudas con sus grandiosas alianzas.

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