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Serafín Fanjul

Necesitamos Alatristes

Sería aventurado inferir que nos hallamos ante una recuperación de la conciencia nacional española y de la identidad colectiva por una sola película o por un sólo triunfo en baloncesto.

Nunca he tenido mucho interés por la obra literaria de Arturo Pérez Reverte: la impostación del discurso desenfadado de que tanto abusa, especialmente en el terreno lingüístico, no me lo hacen simpático. Sin embargo, reconozco que precisamos en nuestra lengua y área cultural de escritores como él, por haber sabido interpretar –y explotar a su favor: enhorabuena sincera– la necesidad que la sociedad española vive en este nuestro momento histórico de reconstruir –o simplemente construir – mitos que contribuyan a apuntalar en el plano ideológico los muy maltrechos cimientos de la identidad colectiva hispana, hecatombe identitaria y moral que debemos a la artera acción de unos políticos y a la inopia de otros.

No sé si algunos escritores van a salvar la situación, pero ellos, aun dispersos y descoordinados, de manera simultánea al modesto goteo de éxitos deportivos internacionales y a poco más, son los únicos capaces de ofrecer al público de nuestro país algo atractivo, agradable y que no exija mucho esfuerzo –hablamos de productos para españoles– a lo que adherirse. Está aquejado el personal de verdadera hambre de festejar éxitos, de elevar su autoestima y sentirse partícipes de un grupo humano que no tiene por qué levantarse cada mañana mascullando desprecio por sí mismo o aprovechándolo, como hacen los progres, por saber que de ese filón se saca oro, dada la capacidad adquisitiva de un sector social (el suyo) entusiasta con la autohumillación, algo inédito en el mundo entero con la excepción de Alemania. Y ya hemos visto en qué han parado las pesquisas inquisitoriales antinazis de Günter Grass y de tantos otros. Un personaje como el Rubianes, tan beneficiado en estos días por la publicidad de su propia inmundicia, es impensable en parte alguna, incluidas algunas regiones de España como Cataluña o el País Vasco: ¡pobre de quien se atreviera a decir nada ni remotamente parecido sobre ellas! Y que pregunten a Juaristi, Azurmendi, Espada, Boadella, Caja o a colaboradores de Libertad Digital que jamás han utilizado el insulto o la zafiedad para referirse a Cataluña –ni a nadie– pero que no tragan las ruedas de molino de los separatistas.

Muertos Cela y Cunqueiro y con Delibes ya para pocos trotes, el panorama literario español no es como para tirar cohetes, ni podemos esperar que, de no ser por la vía de la publicidad masiva –omnipresencia extraliteraria, vaya– se vendan obras de calidad. Que luego se lean es otro asunto y no queremos ir tan lejos. Así pues, bienvenidos escritores que ofrezcan entretenimiento, divulgación y mitos en los que creer, tan necesitados como andamos de un suelo firme sobre el que asentar los pies, por discutibles que sean sus orígenes: ahí tienen la mitología vasca inventada en el XIX y XX y vean cuán orgullosos y seguros se muestran los cazurros asesinos. Que Karl May (preciosa casa-museo en Dresden sobre el Far West) jamás hubiera estado en América, que Alejandro Dumas más que un escritor fuese una factoría de calidad variable, que Salgari ahora –de mayores– se nos caiga de las manos a la segunda página o que Verne se valiera de la revolución científico-técnica de su siglo, no invalida en modo alguno la trascendencia, incluso literaria, de sus libros. Y desde luego, como fenómeno de psicología social que encontraba por esas veredas cuanto los autores "serios" no le proporcionaban en sus escritos. Utilizar los procedimientos de mercadotecnia, o convertir las novelas en guiones de cine, no es malo; lo malo es limitarse a eso. No hay por qué preocuparse si nuestro país, a estas alturas de 2006, es conocido por el Real Madrid, el flamenco (de mala calidad) y los toros. El problema es sonar en el mundo sólo por eso.

Parece que, tras su estreno, la película Alatriste está alcanzando un gran éxito comercial. Pues estamos de enhorabuena, aunque no percibamos un duro del fenómeno: otros productores y entidades privadas repetirán si ven que hay negocio a la vista y, por fin, se acabará con el mito –éste sí de verdad dañino– de que al público no le interesan esas antiguallas sobre sueños imperialistas. El filme viene precedido de las ventas masivas de la serie de Pérez Reverte y de un gran despliegue publicitario, por tanto sería aventurado inferir que nos hallamos ante una recuperación de la conciencia nacional española y de la identidad colectiva por una sola película o por un sólo triunfo en baloncesto. Pero tampoco cabe duda de que sobre la suma de pequeños hitos como éstos se fundamentan las ilusiones de una comunidad humana. Es imposible pretender que todo el mundo lea El Buscón, o mucho menos el Quijote, y de La Celestina o La lozana andaluza ya ni hablemos, pero sí tiene sentido arrumbar en la letrina que se merece el tontísimo prejuicio (y perezoso: estas cintas exigen más trabajo a directores y actores), tan difundido entre cineastas y progres en general, de que el cine histórico es "de derechas".

El fallido intento de Saura enEl Dorado(por poco presupuesto y por anacronismos como presentar a los vascos del XVI expresándose como si fueran etarras), la discutible pero vistosaJuana la Loca(con hechicerías de moriscos perseguidos y otras lindezas) o la maravillosaEl perro del hortelanode Pilar Miró son películas que, pese a su desigual calidad, encuentran un digno continuador en esteAlatriste. Cierto que Mortensen habla muy raro –reconozcamos su esfuerzo, pero habla raro–, que la batalla de Rocroi se queda muy pobre de medios, aunque las peleas estén bien realizadas, y que el dramático y excelente final parece sugerir una trascendencia inmediata en el declive español que en la práctica no tuvo (España siguió dominando Flandes, si bien hubo que olvidar el proyecto de invadir Francia y el Camino Español quedó cortado); el mismo escenario de ese combate resulta chocante, a todas luces un paisaje mesetario español... Algunas objeciones de este género se pueden apuntar, pero todas muy menores ante la presentación familiar y creíble de la ambientación general, del argumento y del balance de conjunto, ese "Cuenta lo que fuimos" en boca de un protagonista secundario cuando todo está perdido. Un mensaje que se dirige a sí mismo el escritor y que, de verdad, agradecemos en esta nuestra patria, tan hambrienta de reconocimiento como sobrada de miedo a admitir que es quien realmente es, tan sigilosa y cobardica para mandar a la mierda a todos los Rubianes, a sus cómplices y concejalas, a cuanto ganapán se empeña en vendernos el bodrio de su Guerra Civil y sus rollos de drogatas, su Lavapiés eterno.

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