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Serafín Fanjul

Ríos revueltos y racismo

Todos son ahora la joven ecuatoriana, todos víctimas del racismo español, ninguno rompió un plato, meros sufridores del capitalismo, el imperialismo y la discriminación.

Un canalla descerebrado insulta, veja y golpea a una muchacha ecuatoriana. Unos metros más acá un joven argentino se mantiene al margen de la escena, detalle importante porque la responsabilidad por la salvajada ya no es cosa sólo de "los españoles". A continuación, entre un fiscal que no comparece y un juez que, posiblemente, se limita a aplicar la legislación vigente, con sus excesos garantistas siempre a favor de los delincuentes, ponen en libertad al tarado. Hasta aquí, los hechos.

Pero, de inmediato, la velocidad de los medios de comunicación colocan las imágenes en el mundo entero y sirven en bandeja un argumento no sólo para acusar a todos los españoles de racistas, sino para acorralar más todavía a los mínimos atisbos de racionalidad en las relaciones entre inmigrantes y población autóctona en nuestro país. Si el cretino barcelonés fuese un teórico del racismo (eventualidad quimérica) no podía haber hecho nada mejor –bueno sí: matarla– contra sus propios impulsos, más que teoría, de odio y miedo contra los de fuera. Menudo empujón ha regalado al vehículo del victimismo de otros inmigrantes no tan inocentes como la joven ecuatoriana. Premio para el necio.

Porque ahora los chorizos marroquíes que pululan por la Puerta del Sol vendiendo costo son la chica ecuatoriana; y las bandas de kosovares que asaltan chalés en la costa levantina; y los moros asesinos del 11-M.; y el mocito norteafricano que rompió la boca a un policía en la Cañada Real; y el negro brasileño que degolló a un taxista argentino en Madrid. Y etcétera. Todos son ahora la joven ecuatoriana, todos víctimas del racismo español, ninguno rompió un plato, meros sufridores del capitalismo, el imperialismo y la discriminación. Si el agresivo y cobarde ofensor barcelonés hubiera buscado ofrecer munición, no lo habría hecho mejor. Claro que ignoraba la existencia de la cámara, pero parece como si estuviera trabajando para sus supuestos enemigos, los inmigrantes que delinquen. Independientemente de las consideraciones morales y éticas que se le ocurren a cualquier persona normal y que, por obvias, no repetiremos.

En un asunto tan vidrioso –y en el que es obligado matizar y contemplar cada caso en sí mismo– viene este zoquete y arroja gasolina a la hoguera, con lo cual la lógica emotividad que suscitan las imágenes nos nubla la vista y nos olvidamos de que este caso podría haberse producido del mismo modo, casi calcado, si la muchacha hubiera sido española (¿se acuerdan de Sandra Palo?) y el ofensor también, o de cualquier otra nacionalidad. Hace años, nada menos que quince, tres miserables, borrachos y en cuadrilla, mataron estúpidamente, sin conocerla y casi sin verla, a Lucrecia Pérez, inmigrante dominicana. Asistí a la manifestación de protesta y repulsa, no por sentirme responsable de nada (las responsabilidades son individuales, no colectivas), sino por solidaridad con la memoria de aquella pobre mujer y pensé en el descalabro económico, personal, cultural y afectivo de todas las Lucrecias cuando se mudan para acá, intenté imaginar su desgarro y sólo entreví lo evidente: son pobres y quieren sobrevivir un poco mejor.

Pero cada persona, cada familia, es un mundo distinto: los ecuatorianos Palate y Estacio asesinados por la ETA en la T- 4, el infeliz rumano que se incineró en Valencia como forma de llamar la atención, el arpista paraguayo del Metro de Banco, la alumna marroquí que me confesó –como si hubiera cometido un crimen y me pidiera perdón ¡a mí!– haberse casado con un español cristiano, los cientos de bolivianos o chilenos que deportan nada más llegar a Barajas... Hay muchos más que conozco y muchísimos que no, todos con el denominador común de la pobreza en origen. Nada hay contra ellos, sino mucho a favor. ¿Pero son todos iguales en su biografía y en sus actos en España? Si la responsabilidad no es colectiva, el argumento vale para todos. En el bien y en el mal.

Y luego está el espectador del tren. Que fuera argentino es significativo en un solo sentido: no podrán decir que otro español, por racismo, no quiso intervenir. Y podemos añadir que una legión de celtíberos habrían actuado igual y por la misma razón: miedo, así de claro. Ni condenaremos esa actitud –imagino que no debe hallarse muy a gusto consigo mismo– ni nos proclamaremos valedores de doncellas en peligro, porque no ignoro que con un bolígrafo en la mano y ante unos folios cualquiera es don Quijote. Sólo creo, sospecho, intuyo, que una mayoría de españoles de más de cuarenta años no se habrían quedado quietos. Y muchos menores de esa edad. En los mismos días enterraban en Valencia a un joven que había salido en defensa de una mujer desconocida y, en Sevilla –denunciaba Carlos Herrera– otro muchacho se encuentra en coma por un suceso similar. Nada que ver con el racismo, españoles todos los implicados, idénticos bocarones en la acción judicial. Pero lo de verdad preocupante no es la actitud escapista del sedente espectador, sino el clima de justificación que sí hemos comprobado entre muchas gentes. Aquí no hay un conflicto de razas sino de valores y certidumbres: merece la pena, o no, defender el sentido de la justicia que nos inculcaron. Si es que nos los inculcaron.

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