La guerra del “chador” ha llegado a España. De momento, tiene un rostro y un nombre: la pequeña Fátima. Pero son y serán muchos los casos que reflejen la cara oculta de la integración, como ya ocurrió en Francia. Cuando vemos y oímos los conflictos con inmigrantes, principalmente musulmanes, y esas sesudas opiniones que nos dicen que en España hay un movimiento racista, cuando se insiste en que la Ley de Extranjería es discriminatoria, el rostro de Fátima, recortado por el “hiyab”, surge para demostrar una realidad ante la que muchos se muestran ciegos: la autoexclusión.
El padre de Fátima dice que es una tradición a la que no va a renunciar. ¿La tradición de sumisión de la mujer al hombre?, ¿la de la discriminación, quizá? El “hiyab” es eso, la representación de la discriminación que propugna una religión, una cultura que choca con nuestra sociedad, esa en la que deben convivir, y que atenta contra el derecho de igualdad contenido en nuestra Ley suprema, la Constitución. Ese padre está conculcando los derechos de Fátima y, al mismo tiempo, está incumpliendo su deber de acatar nuestras leyes, que son las suyas.
Me viene a la mente cuando al entrar en la Embajada de un país musulmán, hace unos años, me dieron, además de la acreditación, un bonito pañuelo para cubrirme la cabeza. Me sentí humillada bajo esa prenda que me pesaba como una losa, símbolo de mi inferioridad, como mujer, frente al hombre. Pero me lo puse, respeté sus costumbres y acaté su tradición. En muchos colegios, los cocineros se vuelven locos a la hora de la comida. Con más de 300 chavales a los que dar de comer, deben preparar otro menú distinto para los niños musulmanes. Se hace a disgusto, pero se les respeta.
El “hiyab” es otra cosa. Con la foto de Fátima sobre la mesa, hablemos de integración.
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