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Tomás Cuesta

Ciudadanos y el Gran Juego

Afganistán desempeñó entonces, en clave geoestratégica, el mismo papel que hoy representa Ciudadanos en el desvencijado ring de la bronca doméstica.

De no mediar un cataclismo demoscópico que sepulte en las urnas a las empresas de sondeos, las elecciones andaluzas habrán marcado un hito, un antes y un después, una frontera inédita en la geografía del poder y un nuevo modelo de gestionar la convivencia. Gane quien gane este domingo, es dudoso que el éxito alcance a sustanciarse con una simple ecuación de suma cero. Los que vengan detrás arrearán lo suyo y los inopinados segundones podrían pesar tanto como los herederos. Tocará, pues, pactar. Ajustar los programas (esa vana entelequia) a la geometría variable que imponen la penuria y los acontecimientos. Elaborar un pacto marco que ejerza de falsilla para los pactos, más rotundos, que anuncian las encuestas. Poner la primera piedra del edificio en construcción que debería cubrir aguas dentro de nueve meses. Embarazoso asunto que trae a mal traer a los especialistas en conjuros, a los departamentos de estrategia e incluso al ginecólogo de la señora Díaz que debe estar al borde de un atracón de nervios.

Así las cosas, ¿qué hacer? Averígüelo Lenin que, con el mismo interrogante, enjaretó en su día un vibrante panfleto. O, en su defecto, Arriola que se embauló golosamente las obras del maestro en los lejanos años, ¡ay!, de su mocedad rebelde. Hoy, sin embargo, la ideología es el ensalmo con que los charlatanes de Podemos venden peines de nácar a una audiencia alopécica. Y lo demás es puro cálculo, artificios contables, trapacerías aritméticas que para nada sirven cuando la matemática del caos aparece en escena. Cuando llega el momento en que la manta apolillada con que los unos y los otros tapaban sus vergüenzas encoge hasta el extremo de tener que elegir entre dejar a la intemperie los pies o la cabeza. Cuando en lugar de regalarte un traje a la medida, los electores te encaminan hacia el ropavejero. Y cuando todos saben, por mucho que les pese, que de ahora en adelante nadie será autosuficiente.

Habrá que esperar al lunes para tasar hasta qué punto la desafección que merma a las formaciones clásicas consigue poner en órbita a las que traen la buena nueva. Y para avizorar, también, si lo que la primavera pondrá en suerte es una sucesión interminable de pellizcos de monja, puñaladas de pícaro y riñas de taberna o una versión castiza de los vaivenes del Gran Juego. El Great Game fue aquella guerra sorda, obsesiva y estéril que permitió a los generales de Rusia y Gran Bretaña combatir el esplín del siglo XIX muriendo, en algún caso, con heroica viveza o fatigando un mapa a fin de matar el tiempo. El objetivo último era regir Asia central y darle cerrojazo a los portones del imperio sometiendo a su férula a todo país-bisagra que pudiera poner el statu quo en riesgo. Afganistán desempeñó entonces, en clave geoestratégica, el mismo papel que hoy representa Ciudadanos en el desvencijado ring de la bronca doméstica. Un actor diminuto que, de pronto, se crece y que tras engallarse pega donde más duele.

Si Mariano Rajoy hubiese leído a Kipling (Kim de la India, presidente, regrese usted al colegio) tendría en cuenta el dato y se aplicaría el cuento: el Gran Juego lo decidieron los pequeños.

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