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Tomás Cuesta

Europa y la yihad: del drama a la humorada

Bruselas es la epítome de la ficción europeísta, la meca, con perdón, del conformismo pánfilo.

Bruselas es la epítome de la ficción europeísta, la meca, con perdón, del conformismo pánfilo.
EFE

Sobrepasado el ecuador de la Gran Guerra -mientras los europeos morían como chinches y la jovial Mitteleuropa era una agónica piltrafa-, el genio popular alumbró una humorada que se corrió como la pólvora (o como el gas mostaza) entre los artilleros de café y los filibusteros de la retaguardia. La agudeza de marras sacaba a relucir un cruce de mensajes sobre la situación anímica en Viena y en Berlín al cabo de tres años de carnicería a ultranza. "En Alemania -decía el transmitido desde el cuartel general del káiser- la situación es seria, pero no desesperada". "En Austria-Hungría -rezaba la respuesta de los vigías imperiales- la situación no es seria, pero es desesperada".

Tras un siglo raspado de esa catástrofe moral que sepultó al "mundo de ayer" en un cuajarón de sangre (y que arrumbó, otrosí, la nave de los locos hacia el abismo antropológico que consumara el Holocausto), Europa es otra Europa; el drama es otro drama; el chiste, sin embargo, todavía es exacto. Aún hace las veces de espejo deformante sobre el que avizorar el esperpento de los mohines solidarios, los sollozos a cámara, los lutos de diseño y la mezquina equidistancia que constituyen una especie de guarnición emocional del horror emplatado en los telediarios.

Después de la ofensiva del islamismo radical (esa etiqueta que es, in nuce, una grosera redundancia) contra la Europa sin fronteras, sin fibra y sin anclajes resulta pertinente recuperar, burla burlando, el alegato tragicómico que planteaba la boutade. Digamos, pues, que en Francia la situación es seria, mas no desesperada. Pero en Bélgica, helas!, la situación no es seria aunque la desesperación campe a sus anchas. Los ciudadanos del Hexágono han recogido el guante con el que los apóstoles del crimen les crujieron el alma y se han pertrechado -Aux armes!- para enfrentarse a un enemigo que siempre estuvo ahí y que ahora reconocen por el pasamontañas.

Ajena a los ardores que aviva el morbo gálico, privada de ese plus que el fervorín republicano concede -grandeur oblige- al mirífico Hollande, Bruselas es la epítome de la ficción europeísta, la meca, con perdón, del conformismo pánfilo, la ciudadela del vacío, el santuario en el que el homo festivus economicus (el luminoso Finkielkraut al habla) desposa a la modorra con la insignificancia.

Bruselas, a la postre, funge de capital de Europa porque es el meeting point de sus pecados capitales. Es la expendeduría del paraíso a crédito y el infierno al contado. La incubadora del racismo multiculti y de la desintegración subvencionada. El alambique del rencor con antifaz igualitario. La ventanilla en la que se despachan las patentes del mesianismo posmoderno y el pensamiento invertebrado.

Los padres de la Unión pretendieron, antaño, exorcizar las pesadillas de un continente exangüe con el imperativo virtuoso del ideal kantiano. Mas, hete aquí que, hogaño un huracán fanático transforma la paz perpetua en el perpetuo sobresalto y urge discriminar, de nuevo, la despreocupación suicida y la desesperación pasmada.

¿Habrá que recordarle a esos gaznápiros que presumen de cátedra (a Iglesias, verbi gratia, fértil en ignorancias) que el maestro de Königsberg equiparó "La paz perpetua" con la beata mansedumbre que exhala un camposanto?                

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