El hecho de que el terrorista número uno no haya sido capturado o abatido hasta el momento ha decepcionado a muchos, tanto en Estados Unidos como en Europa. Sobre todo, a aquellos que se imaginaban que la operación antiterrorista sería como una producción de Hollywood: de pocas horas y con un desenlace feliz. Hay quienes dicen que esta operación —cuyo principal propósito era atrapar al hombre más peligroso del mundo— fue mal programada y aún peor desarrollada. A esto añaden que a los terroristas no se les aniquila lanzando bombas desde miles de metros de altura, y que había que emprender, desde el principio, una operación terrestre contra el feudo de Ben Laden, sin mucho ruido, ni cámaras televisivas, utilizando el factor sorpresa.
Por supuesto, todas estas opiniones tienen su lógica, especialmente porque Ben Laden es un peligro para la humanidad y cuanto antes desaparezca de este planeta, mejor. Pero en todo esto hay un elemento que nos hace recordar un viejo refrán: no hay mal que por bien no venga. Y es que la rápida captura de Ben Laden podría crear un ambiente de euforia en el mundo y tranquilizar demasiado temprano a la opinión pública internacional. Es muy fácil imaginar que Washington y sus aliados, presionados por pacifistas de todo tipo, podrían retirarse apresuradamente del frente de combate contra el terror. ¿Para qué continuar? Total, el mal ya está castigado. Y no es así. En unos pocos meses aparecerían de nuevo los seguidores de Osama —desde Oriente Medio, Sudán, Somalia, Irak o el mismo Afganistán— para cometer algún crimen todavía más horroroso.
De momento, seguimos teniendo, por lo menos, un motivo formal para proseguir la lucha antiterrorista: el criminal anda suelto por el mundo. Su captura es necesaria, pero lo que es todavía más importante es el desmantelamiento de todos los nidos del terrorismo. Hay que proseguir la lucha. Y la humanidad debe saber que esta lucha será larga, difícil y sangrienta.
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