Anoche escuché en la tertulia de Radio Nacional una cosa kafkiana: uno de los tertulianos intentó explicar (¿o justificar?) el monstruoso acto terrorista en Moscú por la “dura represión rusa en Chechenia”. Con una voz patética el comentarista de “El País”, Herman Tertsch, explicaba como los “combatientes chechenos” estaban dispuestos a “morir matando” por su causa, como si se tratase de unos héroes en vez de unos degenerados asesinos. Y eso sucedía mientras el mundo civilizado condenaba rotundamente el crimen de la calle Dubrovka y los “geos” españoles se despedían de sus familias para ir a ayudar a sus colegas rusos en la lucha contra el mal universal, para vencer o morir en esta lucha.
El suceso, que considero muy grave, me recordó a los que saltaban de alegría después del 11 de septiembre, diciendo que los americanos “pagaban” por su apoyo a los israelíes y por los “crímenes que cometen contra el mundo musulmán”. Me recuerda también a los que justifican los ataques suicidas de los islamistas palestinos, por la “intransigencia y crímenes” israelíes, y los atentados de ETA por los mismos “pecados” del Estado Español. Mientras tanto, a los que nos consideramos demócratas nos parece que el terrorismo no tiene justificación en ninguna parte del mundo. Lo debemos comprender de una vez para siempre. Si no lo entendemos y seguimos con nuestra doble moral, jamás acabaremos con este mal.
Los terroristas nunca han representado a ningún pueblo, sino a si mismos y a sus perversas ambiciones. Los de Dubrovka no representan al pueblo checheno, igual que ETA no representa al pueblo vasco. Ayer unos 500 padres de familias chechenas de una inmensa diáspora residente en la capital rusa, ofrecieron a las autoridades del Kremlin desplazarse con sus ancianos, mujeres y niños al centro teatral secuestrado para sustituir a los rehenes rusos y extranjeros. ¿No es un ejemplo de honradez y nobleza de este pueblo? ¿No es un testimonio de que quieren vivir en paz y no tienen nada que ver con los asesinos y emisarios de Ben Laden?
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