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Víctor Cheretski

Tierra sin amo

A mediados del siglo IX los caciques de las tribus eslavas se dirigieron al guerrero vikingo llamado Riúrik con las siguientes palabras: “Tenemos tierra, inmensa y abundante, pero no tenemos leyes, ni orden…¡Ven, príncipe, a gobernarnos!” El vikingo aceptó la oferta y sus descendientes gobernaron Rusia durante varios siglos. Han pasado desde entonces muchos años. El desorden rige de nuevo en Rusia, especialmente en todo lo que se refiere a su tierra, igual de rica que antes.

Y es que el país más grande del mundo no posee legislación al respecto. ¿A quién pertenece la tierra en Rusia? ¿Puede ser vendida o comprada? A esta pregunta, por el momento, nadie puede dar una contestación concreta. La Constitución, aprobada en 1993, admite la propiedad privada sobre la tierra que desde la época comunista ha sido del Estado.

Mientras tanto, a lo largo de los últimos años la oposición de izquierda ha bloqueado en el parlamento la legislación sobre la compra-venta de la tierra. Dice que los trabajadores del campo están arruinados por la crisis y no tienen dinero para comprar parcelas. Tampoco pueden pedir créditos, ya que en Rusia no existen bancos para financiar a los agricultores, ni ayudas públicas al campo. En estas circunstancias, se teme que las mejores tierras puedan ser vendidas a los forasteros. Así, el campesino se quedaría sin nada.

Por supuesto, la falta de legislación no es el único problema del campo ruso. Hay muchos más. Por ejemplo, la dedicación a la agricultura no es nada rentable. Los precios mayoristas de los productos agrarios son míseros. No obstante, las máquinas, el combustible, el abono y otros materiales son tan caros que no son accesibles para los agricultores que trabajan por su propia cuenta o siguen en los Koljozes (cooperativas) y las granjas del Estado, heredadas del comunismo. Las técnicas agrarias son anticuadas y las cosechas son muy bajas.

En estas condiciones el capital privado no invierte en el campo. Y si lo hace, es para convertir las tierras agrícolas en parcelas para la construcción de segundas residencias de la población urbana. Utilizan la falta de documentación que regula la diferencia entre las parcelas urbanizables y las agrícolas.

En un intento por salir del caos, el presidente, Vladímir Putin, propuso su propio modelo de legislación. Este proyecto, que será discutido próximamente en el Parlamento, es un intento de encontrar un compromiso entre los partidarios de la propiedad privada y sus detractores. En un gesto maquiavélico, Putin propone solucionar el tema de la propiedad a las autoridades locales. Serán los gobernadores quienes decidirán sobre la compra-venta de la tierra en sus provincias, tomando en cuenta la voluntad de la población y las condiciones de la producción agrícola. Su decisión, por supuesto, será supervisada por el Kremlin. De esta forma, según los observadores, en la mayoría de las 90 regiones rusas la tierra seguirá siendo propiedad del Estado.

Y es que Rusia es muy distinta y muy difícil de comprender. Tras unos diez años de democracia y de experimentos capitalistas –escribe estos días la prensa local– resulta que la mejor empresa agropecuaria de Rusia es el koljoz denominado “El sendero del comunismo”, en la región del Volga. Este islote del pasado, presidido por un representante de la vieja guardia estalinista, conservó no sólo su nombre soviético, sino todos los atributos del régimen anterior. Los equipos de agricultores y ganaderos participan en la “emulación socialista”. A los mejores se les adjudica el título honorífico de “vanguardistas del trabajo”: reciben premios en metálico y, como remuneración ideológica, una bandera roja. La férrea disciplina les prohibe consumir bebidas alcohólicas y ausentarse del trabajo. Se llaman uno a otro “camarada” y sus hijos, todos miembros de las Juventudes Comunistas, depositan por la mañana flores en un enorme monumento a Lenin en el centro del poblado.

Dicen que los actuales inquilinos del Kremlin, nostálgicos del pasado, están entusiasmados con este ejemplo.

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