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Víctor Cheretski

Una intentona chapucera

El 19 de agosto de 1991 los moscovitas se despertaron por el ruido de tanques que invadían las calles y las plazas de su ciudad. Fueron colocados en los puntos estratégicos: alrededor del Kremlin, los ministerios, el Parlamento y otros edificios administrativos. Nadie comprendía nada. Horas después aparecieron, en una rueda de prensa, los protagonistas de estos acontecimientos; todos máximos dirigentes del país, salvo su presidente, Mijail Gorbachov. Este último apoyó a sus colegas pero prefirió seguir de vacaciones en su “búnker” de Crimea. Los dirigentes explicaron que tomaban medidas extraordinarias para “preservar la integridad del Estado y la seguridad ciudadana”.

La mayoría de la gente, harta de las caóticas “reformas” que en los cinco años anteriores vaciaron sus bolsillos y les privaron de lo más elemental, acogieron con tranquilidad la noticia aunque seguía sin entender por qué habían sacado los tanques y qué pretendían con esta medida.

Dos días después, la tropa que, por cierto, no llevaba municiones, fue retirada. Hoy en día, es evidente que los protagonistas de aquellos acontecimientos no tenían ningún plan para actuar. Eran dirigentes de corte burocrático, sin iniciativa ni valor. No querían asumir ninguna responsabilidad. Total, eran unos tornillos de la máquina del Estado. Les parecía que el sistema era indestructible y con una simple aparición de los tanques las cosas irían mejor.

Esta vieja guardia de los “aparátchik” no se daba cuenta de la fuerza de sus enemigos que, al mismo tiempo, eran sus camaradas del partido. Dicen ciertos historiadores que fue una confrontación entre los comunistas y los demócratas. Y es un gran error. Fue más bien un enfrentamiento en las filas de la misma “nomenclatura” comunista. Y los que ganaron fueron los más corruptos y más cínicos de estos elementos, los llamados “segundos secretarios” del partido. Eran más jóvenes y más listos. Querían ser “primeros” echando a los viejos conservadores, adictos a los tabúes morales e ideológicos del antiguo régimen.

Los “viejos” todavía respetaban los conceptos como el “pueblo” o la “patria”, mientras que para los “jóvenes” no existía ninguna moral humana. Querían el poder y el dinero a toda costa. Eran el peor producto del régimen bolchevique decadente donde la escoria humana prosperaba gracias a la demagogia, la corrupción, el fraude y el crimen.

El resultado de la victoria de los “segundos”, encabezados por Yeltsin, se conoce de sobra. En aquel agosto aprovecharon las vacilaciones de los “primeros” para hacerse con el poder. El día 21, Yeltsin subió al tanque para anunciar su victoria. Estaba tan borracho que sus guardaespaldas apenas podían sostenerle. Un régimen mafioso y criminal, igual de totalitario y aún más perverso que el soviético, fue instalado en el país. La riqueza nacional fue repartida entre los vencedores, los secuaces mafiosos del nuevo caudillo. Su criminal gobierno, a lo largo de los años 90, costó la vida a unos 10 millones de rusos, muertos en múltiples conflictos regionales, revueltas populares, en las guerras de las mafias, pero, sobre todo, por una miseria generalizada, por falta de alimentos y medicinas.

Olvidemos tales palabras como “democracia”, “libertad”, “derechos humanos” cuando hablamos de agosto de 1991. No busquemos ni a “malos” ni a “buenos” en aquellos sucesos. Fueron unos acontecimientos trágicos y su principal víctima fue el propio pueblo ruso.

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