Menú
Victor D. Hanson

Nuestro mundo feliz de la inmigración

Muchos americanos –quizá a causa de una comprensible empatía y bienintencionada hacia el desposeído que se desloma tan duramente por tan poco– apoyan este sistema abierto actual sin fronteras. Pero no encuentro nada progresista en ello.

En la oscuridad de estas mañanas rurales de primavera, veo furgonetas cargadas de trabajadores mexicanos acelerando al pasar cerca de mi granja camino del lado occidental del Valle de San Joaquín, en California, para realizar el duro trabajo de recoger algodón, fruta de los árboles o fresas.

En la otra dirección, más temprano aún, otros grupos conducen hacia la ciudad; son techadores industriales, peones del cemento o ebanistas camino de su nueva fase inmobiliaria próxima. Mientras que la mayor parte de nosotros todavía está durmiendo, miles de estos hombres y mujeres trabajadores del suroeste americano se levantan con el sol con el fin de desarrollar el tipo de labor impagable al tipo de salarios que sus ansiosos patronos insisten no poder encontrar entre los ciudadanos norteamericanos.

Pero justo cuando uno empieza a creer que la inmigración es un modo eficaz de proporcionar excelentes trabajadores a negocios necesitados sin que nadie pierda por ello, también hay advertencias diarias de que hay algo terriblemente equivocado en un sistema que se predica desde una violación cínica de la ley.

Hace tres días, mientras miraba la caravana diaria de madrugada, escuché una explosión horrenda. No lejos de mi casa, una de estas camionetas había cruzado la línea blanca en medio de la carretera y golpeado frontalmente a un camión de recogida. Quizá a la camioneta le había reventado un neumático desgastado. Quizá el conductor estuviera bebido. O quizá no tenía experiencia conduciendo una ranchera sobrecargada a elevada velocidad en la oscuridad de la madrugada.

Probablemente nunca lo sabremos, puesto que el conductor salió corriendo del amasijo del accidente. Eso sucede a menudo cuando un extranjero ilegal que sobrevive a un accidente carece de seguro o de permiso de conducir. Pero sí que dejó atrás a tres pasajeros muertos. Ocho personas más resultaron heridas. Ambos coches destrozados. El tráfico fue desviado alrededor de los restos durante horas.

Ambulancias, camiones de bomberos y coches patrulla hicieron cola en la intersección cercana. Solamente ese accidente tiene que haber causado indecible sufrimiento a decenas de familiares, además de costar al estado miles de dólares.

Tal desastre ya no es suceso infrecuente aquí. Han ocurrido cuatro accidentes de coche en la carretera que linda con nuestra propiedad, con los conductores huidos, dejando atrás viñedos y árboles destrozados, coches siniestrados con licencias falsas y sin rastro del seguro. He sido insultado por un conductor sin licencia que se saltó una señal de stop y a continuación intentó salir huyendo de nuestra colisión.

Estos son síntomas inevitables pero normalmente no mencionados de la inmigración ilegal. Después de todo, cuando decenas de miles de jóvenes procedentes de México llegan a un país extraño, en su mayor parte solos, sin inglés o permiso de residencia –alrededor del 60% de ellos sin un título de educación superior a y la mayor parte obligados a enviar la mitad de su salario duramente ganado de vuelta a la parentela en México– con frecuencia puede suceder lo inesperado.

Muchos americanos –quizá a causa de una comprensible empatía y bienintencionada hacia el desposeído que se desloma tan duramente por tan poco– apoyan este sistema abierto actual sin fronteras. Pero no encuentro nada progresista en ello.

Los radicales pueden cantar ¡Sí, se puede! todo lo que quieran. Y los liberales pueden vestir la necesidad de mano de obra barata de deseo de continuar siendo globalmente competitivos. Pero ni unos ni otros pueden disfrazar el cinismo de la inmigración ilegal, que sirve para apuntalar un gobierno mexicano corrupto, rebajar los salarios de nuestros pobres y crear un nuevo apartheid de millones de extranjeros entre nuestras sombras.

Hemos entrado en un mundo nuevo de inmigración sin precedentes. La presente crisis es distinta de las enormes oleadas de inmigración del siglo XIX que trajeron miles de irlandeses, europeos del este y asiáticos a Estados Unidos. La mayor parte de los inmigrantes del pasado vinieron legalmente. Pocos podrían volver con facilidad a través del océano hasta casa. Las llegadas desde, digamos, Irlanda o China no podían alegar el mito de que nuestras fronteras les habían cruzado, en lugar de lo contrario.

Hoy, casi un tercio de todas las personas en Estados Unidos nacidas en el extranjero están aquí ilegalmente, suponiendo hasta el 3 ó el 4% de la población americana. Se estima que Estados Unidos es el hogar de 11 o 12 millones de extranjeros ilegales, cuyos cifras, constantemente cambiantes, aseguran que siempre haya una clase perpetua de llegados ilegales recientes sin asimilar. En la práctica, casi un décimo de la población de México reside actualmente aquí ilegalmente.

Pero el verdadero problema es que nosotros, los anfitriones, también somos distintos de nuestros predecesores. Hoy pedimos muy poco a demasiados de nuestros inmigrantes. Aparentemente no nos preocupa si llegaron aquí legalmente o si aprenden inglés o cómo les va cuando no están trabajando. Tampoco les pedimos a todos ellos que acepten la ganga brutal que supone ese crisol norteamericano que absorbe rápidamente la cultura de un inmigrante a cambio de los beneficios de la ciudadanía.

En lugar de eso, nos damos por contentos con que la mayor parte de las caravanas de trabajo de los sirvientes que trabajan duro discurran por la carretera en las primeras horas de la mañana, fuera de la vista y fuera de la mente. Aunque, en ocasiones, trágicamente no lo hacen.

En Internacional

    0
    comentarios