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EDITORIAL

La Infanta Leonor y la continuidad de la nación española

Si los españoles nos debemos alegrar, ciertamente, por el afianzamiento de la línea de sucesión a la Corona, lo hacemos en la medida en que esta pueda y deba contribuir al afianzamiento de la Nación que dicha Corona representa

El nacimiento de la primogénita de los Príncipes de Asturias es, lógicamente y en primer lugar, un motivo de satisfacción para sus padres y para toda la Familia Real, pero también para todos aquellos que ven en la Corona el símbolo de ese marco histórico, jurídico y político en el que conviven los ciudadanos, con independencia de sus diferencias, y que conocemos como nación española.
 
Desde este punto de vista, no podemos sino secundar al presidente del Gobierno cuando ha destacado que el nacimiento de la Infanta Leonor es un acontecimiento que, además de su "dimensión personal y familiar", posee un profundo "significado institucional en cuanto que afianza la línea de sucesión a la Corona".
 
Lo que, desde luego, sí cabe destacar es que quien ahora tanto elogia "la digna y valiosa función de la Corona" –que esencial y constitucionalmente es la de simbolizar la "unidad y permanencia" de la nación– sea un presidente de Gobierno que, a su vez y en un caso sin precedente alguno en cualquier otra monarquía parlamentaria, gobierna con el apoyo de formaciones separatistas que son, además, furibundamente republicanas.
 
Si los españoles nos debemos alegrar, ciertamente, por el afianzamiento de la línea de sucesión a la Corona, lo hacemos en la medida en que esta pueda y deba contribuir al afianzamiento de la Nación que dicha Corona representa. Y, desde este punto de vista, no podemos olvidar que el alumbramiento de la primogénita de los Príncipes de Asturias se ha producido un día antes de que el Congreso se disponga a admitir a trámite un estatuto soberanista que, además de proclamar a Cataluña como nación, pretende amputar la soberanía nacional que dicho parlamento representa.
 
El debate sobre el orden de sucesión a la Corona, que el nacimiento de la Infanta Leonor ha reabierto lógicamente, es un asunto menor en comparación con esta otra cuestión esencial y que, desde luego, nada tiene que ver con la "lógica de los tiempos", a la que, por cierto, no se va a someter don Felipe en beneficio de su hermana doña Elena.
 
Respecto a este cambio de criterios de discriminación en el orden de sucesión a la Corona, lo único que esperamos es que esta inevitable servidumbre a la corrección política no conlleve efectos indeseados por los bienintencionados promotores de la discriminación por razón de primogenitura que, por cierto, seguiría contradiciendo el artículo 14 de la Constitución en la misma medida que lo pueda hacer el resto de las tradiciones que ahora pudieran abolirse.
 
Ahora ya no. Pero, hasta hace muy poco, la mayoría de los ciudadanos había venido aceptando como acertado el equilibrio establecido en nuestra Constitución entre tradición y racionalidad, entre democracia y derecho por linaje que exige una monarquía parlamentaria. La Constitución había reflejado discriminaciones y privilegios inherentes a la Corona en capítulos específicos y sellados pero que, a cambio y lógicamente, no podían salir de ahí, pues sólo ahí tenían sentido y sólo ahí resultaban inofensivos.
 
Hasta que determinadas élites políticas y mediáticas no abrieron el debate, creemos que a la mayoría de los españoles no les resultaba desagradable ver en el orden de sucesión vivas, estando encerradas, unas viejas tradiciones consustancialmente discriminatorias que, sin tener que padecerlas, les retrotraía a un mundo mágico y les incardinaba en el pasado histórico. Los Reyes se seguían sucediendo como venían haciéndolo en España sin que por ello los ciudadanos volvieran a sufrir discriminaciones ni a ser súbditos de ellos.
 
Ahora, sin embargo, la voluntad de erradicar la prelación del varón sobre la mujer forma parte del consenso social, y cuestionarlo puede resultar tan numantino como rechazar que se escriba el nombre de la Princesa de Asturias con faltas de ortografía. Sólo podemos esperar –y abogar– por que este cambio de criterios en el orden de sucesión, que exige un cambio constitucional, no sea utilizado para colar arteramente otro tipo de modificaciones por aquellos que, como los socios de Zapatero, no sólo abogan por el fin de la monarquía, sino –lo que es mucho más grave– por el fin de la unidad y la permanencia de la nación española.

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