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Sarah Honig

Las secuelas del caso de Miriam Groff

Miriam obtuvo la libertad de su hijo Yoskeh a un coste demasiado alto para calcularse. Aunque es desagradable, la verdad innegable es que los padres enloquecidos pueden convertirse en potentes armas del arsenal de guerra psicológica de los secuestradores.

Allá por 1985, Geula Cohen se opuso ardientemente a una inminente mega-liberación de terroristas convictos, 1.150 en total, incluyendo algunos de los peores asesinos de masas encarcelados en las prisiones de Israel (como Kozo Okamoto, autor de la infame masacre del aeropuerto de 1972). A cambio, Israel recuperaría a tres soldados cautivos, secuestrados por el criminal terrorista Ahmed Jibril.

Un reportero quiso provocar a Cohen preguntándole si su posición seguiría siendo igual de implacable si fuera su propio hijo quien estuviera secuestrado por bandidos fanáticos. No retrocedió. "Por supuesto que no – admitió con franqueza –. Como madre, no hay precio demasiado elevado para la vida de mi hijo. Lo gritaría, pero en el mismo aliento apelaría al Gobierno a no escuchar una sola palabra que pronunciase."

¿Por qué? Porque las prioridades de los padres de un rehén están obvia y comprensiblemente pervertidas por la mayor de las angustias. Su mundo se reduce hasta ajustarse a su abrumadora tragedia personal. Se centran naturalmente en el destino y el resto de ese ser querido ausente. No tienen la carga de los cálculos complejos y agónicos sobre el bien colectivo a largo plazo. Pero los líderes nacionales que evitan hacer esa aritmética exhaustiva son por definición imprudentemente negligentes.

Hasta 1985 los israelíes esperaban que sus sucesivos gobiernos tuvieran el valor de escoger entre el perjuicio futuro y el sacrificio inmediato. Nunca fue una decisión fácil de tomar, ni cuando docenas de niños fueron secuestrados en la escuela de Ma'alot, ni cuando arrinconaron a familias enteras en sus propios hogares, ni cuando capturaron a los huéspedes del hotel Savoy de Tel Aviv, ni cuando secuestraron a los pasajeros del vuelo de Sabena o llevaron a los pasajeros de otros vuelos a Entebbe, ni cuando atacaron a los atletas olímpicos de Munich ni cuando se hicieron con todo un autobús lleno de turistas en la carretera de la costa.

Ninguna de esas atrocidades tuvo un final feliz al estilo de Hollywood. De hecho, muchas culminaron en baños de sangre. Aún con todo, los líderes israelíes y la opinión pública en general permanecieron inflexibles en su resolución de oponerse a la tentación de las soluciones aparentemente fáciles. En aquel tiempo, hasta la comunidad internacional –que ya entonces no perdía una oportunidad de demonizar a Israel– admiraba a regañadientes el aplomo israelí.

Éramos absolutamente únicos en un mundo carente de firmeza hasta que Isaac Rabin se encontró con Miriam Groff, de Holón. Era la madre de Yoskeh, secuestrado en septiembre de 1982 mientras hacía tiempo en el Líbano, esperando a cumplir el servicio de un año para Hashomer Hatza'ir.

Miriam le hizo la vida imposible al entonces ministro de Defensa Rabin. Lo persiguió, organizó manifestaciones, happenings; lo que fuera. Finalmente el Gobierno de unidad nacional bajo de Simon Peres llevó a cabo la transacción ignominiosa que liberó a Yoskeh en mayo de 1985, pero abrió de par en par las puertas a una inundación en la que todavía estamos hundidos.

Groff legitimó la falta de valor e incrementó la influencia del enemigo al ayudarlo a manipular emocionalmente a los, en cualquier caso, compasivos judíos, que –al contrario que los árabes– tradicionalmente valoran salvar vidas por encima de todo lo demás.

En su libro Intifada, Ehud Ya'ari y el recientemente fallecido y muy respetado Ze'ev Schiff determinaban que "alrededor de un tercio de los liberados en el acuerdo de Jibril volvieron a sus actividades terroristas en cuestión de un año. El resto se unió tras el estallido de la primera oleada de hostilidades de la intifada... en su momento Jibril se pavoneó, con razón, de que su acuerdo sembró las semillas de la intifada".

El levantamiento provocado por la madre de Yoskeh hizo a los israelíes rechazar los territorios. Las mentes y los corazones fueron condicionadas por Oslo, que posteriormente nos trajo los autobuses que estallaban, la huida unilateral del Líbano, la segunda intifada, la segunda guerra del Líbano, casi 2.000 israelíes muertos y miles de mutilados, inválidos, huérfanos y, finalmente, también desarraigados por la desastrosa desconexión derivada de Oslo.

Basta con observar que la primera liberación del notorio padre de Hamás, Ahmed Yassin, llegó bajo el acuerdo de Jibril. Yassin no tenía entonces "sangre en sus manos", pero antes de volver a ser detenido en 1989 fundó Hamás y ordenó tanto el secuestro y asesinato de dos soldados israelíes (que al contrario que Yoskeh eran prescindibles) como la ejecución de los "colaboradores".

Otro alumno inolvidable de Jibril fue Jihad al-Amarin, que tras su liberación fundó la sección de Gaza de las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa (afiliada a Fatah) y mató a seis soldados, que también eran al parecer activos nacionales menos vitales que Yoskeh.

Tras el acuerdo de Jibril llegaron otras liberaciones gratuitas (aparte del dudoso intercambio de Elhanan Tannenbaum en el 2004), sobre todo para cimentar la locura oslense de los "gestos de buena voluntad" inexplicables e imperdonables. Demasiados israelíes no sobrevivieron a tales medidas de creación de confianza.

Miriam obtuvo la libertad de su hijo Yoskeh a un coste demasiado alto para calcularse. Aunque es desagradable, la verdad innegable es que los padres enloquecidos pueden convertirse en potentes armas del arsenal de guerra psicológica de los secuestradores. Groff parecía a veces grotescamente chillona, pero los medios la elevaron a los altares, al igual que hoy animan a Miki Goldwasser (madre de Ehud, secuestrado por Hezbolá junto a Eldad Regev) y Noam Schalit (padre a Gilad, cautivo en Gaza).

Ambos parecen más decorosos que Groff, quizá debido a la disminución de algunos tabúes sociales más fuertes hace 22 años. Pero al hacerle el juego a Hamás y Hezbolá, potencialmente también podrían desencadenar una calamidad de las proporciones del fiasco de Jibril. Por otra parte, no acelerarán el rescate de sus hijos. Según el código de regateo de Oriente Medio, la impaciencia excesiva solamente eleva la apuesta y envalentona a los comerciantes listos a adoptar tácticas de negociación más duras.

Si estos padres siguen presionando a su propio Gobierno, poniendo el énfasis en Israel en lugar de en sus criminales secuestradores, debilitando la resistencia de Israel a la extorsión y elevando el beneficio de los secuestros, entonces cualquiera de nosotros puede ser víctima de su secuela del caso de Miriam Groff.

Necesitan recordar que Ilan Sa'adon y Avi Sasportas (asesinados según instrucciones de Ahmed Yassin) también tenían padres que los amaban. No deben olvidar a Matan Biderman, Asher Zaguri, Ron Lavi o Moshe Peled, cuya sangre manchó las manos de Amarin. Tenían también madres y padres que les adoraban. Sirvieron también a su nación de uniforme.

Este es el dilema contra el que advertía Geula Cohen. Los padres pueden considerar solamente a su propia descendencia. Los gobiernos electos, que juran servirnos a todos, deben cuidar a todos los hijos de Israel.

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